Una simple huella
En las películas policiacas solemos escuchar la palabra huella repetidamente. Es la forma más clara para la demostración de un delito, para confirmar la presencia de alguien, para identificar quién es cada quien.
Cuando caminamos por una playa desierta, encontrar las huellas de otros pies en la arena nos dice que ya alguien pasó por allí, que no estamos solos, que en otro momento no estuvo desierta la playa, como tampoco lo está cuando caminamos nosotros y dejamos nuestra propia huella.
La huella es una marca. Es un rastro del pasar, un rastro de la información que dejamos por nuestra propia existencia o por el paso del tiempo y la acción de los vientos, los mares o los ríos. La huella es una señal. Puedo entonces preguntarme: ¿Qué señales dejo de mi existencia?, ¿a quién van dirigidas si es que las dirijo?, ¿a quiénes llegará, como una botella que viaja en el agua sin destino?
Siempre me ha maravillado ese lenguaje silencioso de la huella, de lo que alguien o algo dejó en mí, marcándome, señalándome. El silencio, que deja espacio a un susurro imperceptible, que, sin embargo, puede ser determinante.
El sábado pasado iniciamos el cuarto nivel del programa Biolibros de Humanidad, que lleva por subtítulo: Las huellas. La razón no fue solo la obsesión de mirar lo que no suelo ver, sino la búsqueda en el asombro de formas de la relación causa-efecto. Frecuentemente, las huellas no son el resultado de un plan o de una fórmula racionalmente pensados. Es algo que sucedió y, a partir de ahí, nuestras vidas siguieron derroteros que no habríamos predicho.
Quiero decir, que no siempre somos conscientes de aquello que nos deja huella, como podemos no serlo de la huella que dejamos, y así queda flotando en el espacio la palabra huella.
En la búsqueda del asombro
En los últimos meses he pensado mucho en qué es la huella. La primera idea que me surge es la de la marca o la señal que dejamos al caminar, pero si vamos más allá de lo coloquial-descriptivo, podemos llegar a pensar que puede llevarnos al impacto que dejamos o dejan en nosotros personas o situaciones. No por el ruido que hacen, sino por el cambio que provocan.
La huella permanece en el tiempo, sigue en nuestra memoria. ¿Quién dejó una huella en mí que ha permanecido en el tiempo, que sigue siendo valiosa o lo fue en un período largo de mi vida? Esa pregunta me detiene y cambia el brillo de mis ojos para regresar a mí mismo y a un tiempo que pasó.
Y no solo es un quién, podría preguntarme qué cosas cambiaron mi conversación o mis marcos de referencia. Huellas que no fueron el resultado de una imposición sino, al contrario, que fueron semilla de un florecimiento, que fueron un despertar.
Despertar es un verbo que siempre me ha gustado. La huella permanece cuando lo que la originó ha pasado. La huella sigue despierta.
No siempre es inmediata, puede ser una semilla que germina en el tiempo, una emoción que va transformando nuestra forma de accionar en la vida. Un día reconocemos que hemos cambiado, que estamos mirando el mundo de otra forma, que una nueva sensibilidad nos acompaña, que lo que pudo ser incomodidad nos ha hecho más abiertos al mundo.
Las huellas pueden venir de personas que creyeron en nosotros, de paisajes que evocan lugares anteriores a nuestra memoria, a emociones dormidas, que nos abren partes que estaban ocultas en la cotidianeidad.
Pero un día las huellas tienen narrativa, podemos escribirlas, recomponer de dónde vienen y la marca se hace carácter, se hace presente, se convierte en forma. La huella está viva y podemos contarla, y entonces la huella es susurro, caricia impresa, eco, vestigio de una presencia que ya no está. La huella es promesa de un nuevo comienzo, símbolo profundo, una puerta entre el antes y el después, una invitación silenciosa a seguir un camino, a dejar nuestra propia señal en el universo.
Y, así surge la historia oculta contada sin palabras. Por eso, mi intención de develarla.
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