Tres capacidades para enfrentar la adversidad

Artículos Articulados

Juan Vera - Artículo articulado - Tres capacidades para enfrentar la adversidad - consultor venezolano radicado en Chile - Eduardo Römmel

Coautores de este artículo: Juan Vera y Eduardo Römmel

 

Eduardo es venezolano y Juan español. Se conocieron virtualmente. Los presentó Amancio Ojeda, quien ya ha sido coautor de otro Artículo articulado cuyo título fue “El secreto del liderazgo”. La presentación se produjo como consecuencia del lanzamiento del libro de cuentos titulado Líderes que cuentan se cuentan (2020). Amancio pidió a Juan que lo leyera y escribiera el prólogo. 

El libro estaba escrito por Amancio, Eduardo Römmel y Marvin de los Ángeles Colmenares, que también ha sido coautora de otro Artículo Articulado que llevó por título “Poética de lo femenino”. Tras leerlo, como ya se ha comentado en los anteriores artículos de los que Amancio y Marvin fueron protagonistas, Juan decidió escribir el prólogo y eso creó las circunstancias para que se conocieran personalmente. Porque Eduardo, al igual que Juan, viven en Santiago de Chile.

Se encontraron en varios cafés reales para hablar de la situación de Chile, del dolor de Venezuela. Eduardo contó su historia de cómo aprovechando un espacio libre entre sus consultorías en Panamá vino a Chile para estar con su única hija y le pilló la pandemia. Es decir, vivir en Chile, más que una elección, fue un accidente producido por el COVID-19, lo que para Eduardo fue difícil.

Juan lo invitó junto a Amancio a sus círculos de acción, como el movimiento 3xi y especialmente al programa Biolibros de Humanidad, que según Eduardo fue muy transformador para él.

Así, la cordial relación se convirtió en cariño. Por todo ello, Juan le ha invitado a escribir este artículo para hablar de las capacidades o habilidades humanas que permiten enfrentar la adversidad cuando se cruza ante nosotros.

Juan Vera (J.V.):— Querido Eduardo, he sido testigo de cómo la adversidad ha tocado tu vida y veo hoy cómo estás resurgiendo de ese arañazo en el alma. Yo hace ya varios años generé una interpretación que llamé coaching para el coraje. ¿Ha sido el coraje lo que te ha servido?, ¿cómo surge el coraje?, ¿te parece que empecemos por ahí?

Eduardo Römmel (E.R.):— Sí, partamos por esa arista. Pero antes, Juan querido… ¿He sido lo suficientemente insistente en agradecerte y reconocer tu generosidad? No sé cuán consciente eres del papel que has jugado en medio de estos, como llamas, arañazos que ha recibido mi alma, pero por si acaso no lo reitero: ¡Eres de mis indispensables! 

Mmmm… ¿Cómo empezar a responderte? (Y limitarme a una cuartilla cuando puedo explayarme en una resma). Mira, la respuesta corta es sí, ha sido el coraje lo que me ha servido a lo largo de los muchísimos momentos de adversidad que he atravesado. 

Sin embargo, creo que primero hay que distinguir dos tipos de adversidades: La que viene de la vida, y ante la que hay poco o nada que puedas hacer más allá de asumirla y enfrentarla, y la que tú mismo te procuras. Y partiendo por esta última, miro hacia atrás, Juan, y te confieso algo que otrora me habría avergonzado y hecho un nudo de tres vueltas en el estómago: he sido cobarde. Muy cobarde. 

A ver. Como de niño recibí un mandato autoimpuesto de no poder fallarle a nadie, la mejor manera que hallé de romper ese mandato fue fallándole a todo el mundo – yo incluido. Dañé relaciones vitales para mí, defraudé a afectos, quebré confianzas, escudándome por años en excusas, justificaciones, cuentos que me conté y otros tantos que compré. Fui un paria. Una pantomima desdibujada que aprendió a sonreír mientras se apagaba por dentro, desfigurando a quien en verdad era yo. Fui un impostor. ¿Has escuchado a Javier Solís cantando “payaso, soy un triste payaso”? Bueno… así.  ¿La verdad? Mucho de esos “arañazos de la vida” fueron autoinfligidos. 

Entonces, el coraje comenzó a surgir en mis momentos de profunda oscuridad, esos que llamo “mis bajadas al inframundo a tomarme un cafecito con Hades”, cuando empezó a susurrarle fuerte y claro al miedo: “Eres convidado perenne, pero ahora tomo yo las riendas porque no puedes seguir así. Esto se acaba aquí”. Así que, en mi caso, definitivamente, el coraje surgió de esa cobardía y del miedo a perpetuarme en la adversidad como modo de vida. 

Y como suele pasar cuando uno cree estar listo (o, al menos, muy desesperado) taráaaaa, aparece la señal: Navegando un día por internet, me encontré con una frase de Tucídides que decía que el secreto de la felicidad era la libertad y el secreto de la libertad era el coraje. ¡Bum! Explotó mi cabeza. No sabía quién carajo era Tucídides ni si en verdad dijo eso, pero al instante todo cobró sentido para mí: Yo no era libre. Me había convertido en rehén de mis errores, de mis fantasmas, de mis huidas. Y mucho menos era feliz. 

Entonces, Juan, desde mi sufrimiento, impotencia, insatisfacción… irrumpió el coraje. Y lo hizo con un primer acto de consciencia: reconocer cuántas de mis adversidades fueron provocadas por mí. Eso, carajo, requiere coraje. Coraje para decirme la verdad, por dura, cruda o cruel que pudo haber sido y para ser brutalmente honesto conmigo y estar dispuesto a asumir mis equivocaciones devenidas en adversidades. ¡Qué cosa dura ese acto liberador! Sin él no es posible avanzar en medio de la adversidad. Y como no te escapas de las consecuencias de tus actos, aparece un segundo episodio de coraje: asumirlas. O, como decía mi mentor gallego: “A lo hecho, pecho, entiéndame quien me entienda, pero en el futuro, haré la enmienda”. Y he aquí un tercer acto: buscar reparar, en tanto sea posible y, si no, ser consciente de que hiciste lo que tenías que hacer.

A partir de allí, el coraje me ha permitido empezar de nuevo las veces que lo he requerido, levantarme una vez más de las que me he caído. Pero también he recurrido al coraje para renunciar a las certezas y comprender que es en la incertidumbre donde hay verdadero crecimiento, porque no se crece en lo conocido, sino en lo desconocido. ¡Si lo sabré yo, Juan, que en medio de mis tormentas he aprendido que la vida no siempre pide permiso, sino que a veces te arranca de lo conocido para lanzarte, sin aviso, al territorio incierto, crudo, duro, a veces desolador, pero donde he venido descubriendo de qué estoy hecho!

Juan Vera - Artículo articulado - Tres capacidades para enfrentar la adversidad - consultor venezolano radicado en Chile - Eduardo Römmel
 
 

Hoy, el coraje ha venido a ser un leitmotiv en mi vida, que como un mantra me repite:“Y si tienes miedo, ¡hazlo con miedo!”. Eso es el coraje para mí y me he vuelto tan fanático de él, que ahora lo pongo al servicio de mis clientes porque, tal como lo veo, mucho nos falta emplearlo a nivel personal y profesional. Por eso me interesa conocer más de tu propuesta de coaching para el coraje, porque mis elaboraciones parten de mi experiencia empírica y me encantaría ponerle metodología. Pero también quisiera saber, Juan: ¿De dónde sacas tú el coraje para seguir confiando en la humanidad incluso cuando desde sus adversidades autoinfligidas parece tan dispuesta a destruirse a sí misma? Tal vez, después de todo, el coraje también vaya de confiar sin garantías…

J.V.:— Puedes estar tranquilo, Eduardo. Has sido claro en mostrarme tu agradecimiento. Tal vez no te lo he manifestado suficientemente. Es porque soy yo el que no sé qué hacer cuando alguien me agradece o me felicita. Aunque sé y siempre digo que es importante saber dar y saber recibir. Es otra de mis contradicciones. Y paso a nuestro tema. 

Desde luego es difícil tener coraje sin tener esperanza y la esperanza, efectivamente, es una disposición sin garantías, como tú dices. Es una actitud elegida para vivir con ella.

Yo, en ese tiempo en que me tocó trabajar con personas cuyo quiebre principal era la falta de coraje, lo definí como la voluntad puesta al servicio de un propósito. Por lo tanto, lo primero es tener un propósito. No una utopía. Recientemente, escribí sobre la diferencia entre utopía (el no lugar, es decir, lo inalcanzable, lo que no existe, pero que puede ser bello soñar con ello) y la eutopía (el buen lugar que sí es posible).

No hay garantías, pero es posible. Con muchos esfuerzos, pero es posible. Con dificultades que podemos aceptar como algo adverso, pero no imposible. Solo he podido sacar mi coraje cuando he tenido un propósito, cuando he declarado que a pesar de todas las nubes yo estaba dispuesto a esperar y a buscar ángulos para ver el sol, aunque fuera un instante de luz que permitiera seguir creyendo que puede la espesura resplandecer. 

Esa es la forma que conozco para que surja esa fuerza que no está basada en la ingenuidad. Y cuando surge el coraje tenemos el poder para llevar adelante nuestras ideas, para vivir nuestra vida como queremos, para defender nuestra dignidad y mostrar consistencia ante los demás y, aún más importante, con nosotros mismos. 

En mi trabajo, para que otros encuentren su coraje, sigo el mismo camino que conmigo mismo:

  • Conexión con el propósito

  • Conexión con la visión de la propia vida, sus valores y sus límites y

  • Conexión con la huella que quiero dejar, con aquello a lo que me gustaría haber contribuido.

Tú me preguntas cómo puedes seguir confiando en una humanidad que se muestra autodestructiva y poco humana. Porque por cada contradicción y cada retroceso (sin duda ciertos) procuro dar valor a lo que, junto a ellos, los seres humanos también construyen, cultivan, cuidan y avanzan. Por eso, Eduardo.

Estos días, en el grupo del Círculo de Lectura y Pensamiento, hablamos mucho de la inteligencia artificial, sus deslumbrantes progresos y las posibilidades que abre y, a la vez, el enorme riesgo que supone para una humanidad que ignora el poder que puede tener. Soy consciente de ello. ¿Qué hacemos?, ¿nos retiramos?, ¿nos excluimos?, ¿o trabajamos para elevar el nivel de conciencia que nos permita no subordinarnos, no perder el espacio de aprovechar sus posibilidades y eludir sus amenazas o incluso lograr, como ocurrió con la energía nuclear, llegar a regulaciones y acuerdos para no autodestruirnos?

Saco las fuerzas de lo que quiero y de lo que no quiero, sabiendo que no hay seguridad de alcanzarlo, pero tratando de no ser yo mismo quien se autoinflija una derrota anticipada. Hay una definición de coraje que se atribuye a Ambrose Redmoon, pseudónimo de James Neil Hollingworth, un hippie, beatnik, y agente de bandas de rock en los años 60. Hasta aquí no parece una buena carta de presentación para un pensador y, sin embargo, para mi gusto resulta más diáfana y útil que cualquier otra: “El coraje no es la ausencia de miedo, sino el juicio de que hay algo más importante que el miedo”.

Me he alargado mucho Eduardo y quiero preguntarte ¿cómo relacionas todo esto con la resiliencia?, ¿Te consideras resiliente?

E.R.:— Mmmm… Tus palabras me interpelan y me contienen al mismo tiempo, Juan porque me llevan a pensar en el coraje desde una mirada distinta y que definitivamente tiene relación íntima con la resiliencia. 

¿Por qué lo digo? Porque desde donde yo lo he vivido, el coraje me ha surgido más por el lado desesperado, desordenado, caótico… como un grito ahogado que, en medio del derrumbe, coge un último aliento y recobra con fuerza su sonoridad, asido a esa capacidad que considero innata – aunque a largos ratos olvidada o adormecida – a la que solemos recurrir solo en momentos de extrema adversidad. Y tú, en cambio, lo has desdramatizado y hasta lo has definido con elegancia (jejeje): la voluntad al servicio de un propósito. 

Y con eso me has aterrizado porque, además, sitúas al coraje en una instancia más esperanzadora cuando yo he venido viéndolo desde una mirada más desoladora. Leyéndote he recordado lo que señala Viktor Frankl en El hombre en busca de sentido (1946): “Es una peculiaridad del hombre que solo pueda vivir proyectándose en su futuro, y es esta su salvación aún en los momentos más difíciles de su existencia”. Y lo conecto con ese “buen lugar posible” al que aspirar como resultado del ejercicio del coraje en medio de la adversidad y que sirve de brújula en medio de las turbulencias. 

Te confieso algo, Juan. Llevo mucho rato peleado con la esperanza, y eso que soy un optimista irremediable. O quizás precisamente por eso. Más bien, abrazo el concepto cristiano de fe: certeza de lo que espero, convicción de lo que aún no veo; pero reflexionando ahora, me doy cuenta de que abrazar ese concepto me conecta paradójicamente con la esperanza, porque comparten la misma raíz: no rendirse. Y eso, si me apuras, es lo sagrado para mí.

¿Sabes? Me gusta constatar que nuestras miradas, aunque nacen de caminos distintos —el tuyo más estructurado, el mío más visceral— se encuentran en un punto común: el coraje como algo que no viene desde afuera, sino como una decisión interna. Y eso me lleva a buscar modos de enfrentar la adversidad: Aprender a pendular entre el caos y el orden. Ahí, en ese vaivén entre lo que se tambalea y lo que permanece, allí, creo, es donde aparece la resiliencia: como esa capacidad no solo de adaptarse, sino de balancearse sin romperse. De volver, aunque no siempre igual, siendo el mismo pero diferente. A veces, incluso, más entero.

Entonces, para hacerme cargo de tu otra pregunta, sí, también he sido muy resiliente para poder afrontar una crisis matrimonial devenida en divorcio, una separación de mi única hija definida en miles de kilómetros y cuatro años sin vernos, un país desmembrado por una crisis política y social absoluta, dos experiencias migratorias bien particulares, una pandemia vivida en condiciones extremas… En fin: he podido constatar en carne propia esa capacidad que, como señala Edith Henderson, nos permite enfrentar, sobreponernos y ser fortalecidos o transformados por experiencias de adversidad (y tiempos de mucha incertidumbre le agrego yo).

Pero últimamente me ha pasado algo con el concepto. Y es que me he dado cuenta de que la resiliencia tiene un lado B que considero muy peligroso: el riesgo de acostumbrarte a estar siempre a la espera del próximo embate de la vida, lo que te empuja directo a la supervivencia: a sobrevivir – que no vivir – y eso, Juan, me parece letal. Y aunque sigo considerando la resiliencia como una capacidad fundamental e indispensable para enfrentar las adversidades, hoy abrazo otras cosas.

En tu caso, Juan: ¿Qué piensas de este Lado B de la resiliencia? Y, dado que también eres migrante, me gustaría saber ¿qué fue eso que te permitió no quebrarte en el proceso o, incluso, reconstruirte de tus quiebres?

J.V.:— Gracias, Römmel. ¿Puedo llamarte así? Por abrir tu vida para expresar desde ella la resiliencia y el coraje, y no solamente desde un marco teórico. Hay distinciones, como estas, que cobran otro sentido cuando se muestran desde la experiencia y no desde observadores externos.

Para mí, la resiliencia tiene que ver fundamentalmente con la capacidad de levantarnos. No nos impide caer, pero sí mirar hacia arriba para recuperarnos. Resiliencia es resistencia. Creo que implica que no le demos a la caída el significado de fracaso, sino el de una adversidad que en un momento dado superó nuestras fuerzas.

En ese sentido veo una diferencia con el coraje. El coraje viene después. Dado que me he levantado no voy a quedarme donde estoy, voy a avanzar, sabiendo que puedo encontrarme nuevos obstáculos, pero decidiendo ir adonde quiero. Como tú, comparto el temor de que el resiliente se acomode a un proceso de caídas sucesivas. Eso sería una forma de victimización intermitente. Por eso te leo con la sensación de que estás en un proceso de descubrimiento que puede enriquecer mucho nuestra conversación.

Creo que das en el clavo cuando hablas de ese lado B de la resiliencia. Sobrevivir es un estadio 1 de la existencia. Un instinto. Vivir la vida empieza a ser una decisión y en ella el coraje toma el mando, sabiendo que en el caso de tropezarnos y caer tenemos la resiliencia. Así lo vivo.

Me preguntas por mi experiencia migrante. Fue claramente diferente a la tuya. Tomé la decisión de venir. No fue fortuito. Vine a probar, sabiendo que podía regresar. Todo fue mucho más fácil para mí. Eso me permite admirarte. Tomé la decisión de iniciar una nueva etapa de mi vida, satisfecho de la anterior. No me trajo la frustración, ni siquiera la curiosidad. Me trajo el amor y la convicción de que podría reconvertirme en alguien capaz. Fue una etapa de mucho coraje y de recuperar una humildad que en gran parte había perdido.

Hay dos momentos en los que visité la resiliencia. El primero fue el de mi operación a corazón abierto al cumplir 60 años. No fue la consecuencia de un fracaso, pero sí la vivencia de una posible pérdida de capacidades. El primer paso fue aceptarlo, el segundo empezar nuevas prácticas distintas a las que había tenido en mi alimentación y en el cuidado de mi cuerpo.

El segundo fue cuando, ante un extraordinario plan internacional de presentación de mi libro Articuladores de lo posible (2019), la pandemia me dejó con la tarjeta de embarque y sin poder salir de Chile. Pasé unos días de gran frustración. Tras ellos, uno de los momentos de más rápida recuperación. Tal vez eso tengo que ver con la antifragilidad.

Juan Vera - Artículo articulado - Tres capacidades para enfrentar la adversidad - consultor venezolano radicado en Chile - Eduardo Römmel
 
 

¿Te parece que abramos esta distinción? ¿Qué es para ti la antifragilidad?, ¿la has vivido?, ¿la estás viviendo? Para mi, fue muy interesante conocer la teoría de Nassim Taleb al respecto.

E.R.:— Römmel… Déjame sonreír por esta provocación tuya. Sí, Juan, puedes llamarme así, porque ese es mi nombre de pila, aunque muchas veces me he autollamado IRONmel. Ja, ja, ja. Eduardo Römmel es el alter ego de Rommel Eduardo: el personaje extrovertido  que también soy y que aprendió a proteger y a salir al rescate del vulnerable y profundamente introvertido yo. Pero, además, usando Eduardo como primer nombre honro también a mi padre.

Es curioso, pero fue ante un diagnóstico tardío de aspectos vinculados al espectro autista (Asperger) que muchas piezas comenzaron a calzar en este rompecabezas que ha sido mi vida hasta ahora. Y entonces entendí que necesitaba crearme un personaje que se hiciera cargo de todo aquello que yo, en ciertos momentos, simplemente no podía sostener o no sabía cómo hacerme cargo.

Tal vez fue por haberme criado junto a Clark Kent y Superman, Bruno Díaz y Batman, Bruce Banner y Hulk, Britt Reid y el Avispón Verde, Don Diego de la Vega y El Zorro y hasta con Chespirito y el Chapulín Colorado.

Todos ellos me maravillaban porque tenían una versión visible que contenía a una versión vulnerable y eran fuertes no porque negaban su fragilidad, sino porque aprendieron a actuar desde ella. Eso me resultó tremendamente revelador: mirar cómo una persona frágil de repente se tornaba en otra persona – siendo la misma – pero ahora antifrágil. Qué loco, ¿no?

A ver, Juan querido, me crucé con Nassim Taleb hace un tiempo, en medio de esta búsqueda interminable de mi camino de vuelta a mí mismo, y sus aportes me fascinaron. Primero, el concepto de “cisne negro”, ese suceso inesperado, ese evento disruptivo que no pensabas posible y con tan gran impacto que trastoca tu vida.

Bueno. Mi primer cisne negro fue mi divorcio. No lo vi venir y eso me metió en la más profunda fragilidad. Me quebré totalmente y lo viví como una muerte y en medio de ese estado de latencia fueron apareciéndome otros cisnes negros que ya he mencionado: quiebra económica, separación de mi hija, una relación hipertóxica, una migración obligada, el estallido social en Chile, la pandemia...

“¡La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida!”, cantaría Rubén Blades.

Ya cuando sentía que venía cuesta abajo en la rodada, irrumpió el segundo concepto de Taleb que me conquistó: la antifragilidad, esa capacidad que tenemos para beneficiarnos del desorden que trae la incertidumbre y el estrés, volviéndonos más fuertes y mejores frente a lo impredecible.

Porque sí, venía siendo muy resiliente: cayendo y levantándome cada vez, resistiendo, aguantando la pela’… Y suena en mi mente aquella canción de Víctor Heredia: “Me preguntaban cómo vivía… me preguntaban… «sobreviviendo», dije, sobreviviendo…”

Y ahí me di cuenta de que tenía que haber otra forma de enfrentar ese desorden en el que estaba inmerso, aunque comprobaba en carne propia lo que dijo Nietzsche, que lo que no me mataba, me hacía más fuerte. ja, ja, ja.

Entonces, comencé a echar mano de autores y cantores, buscando inspiración y sobre todo, Juan, aplicando en mi propia vida, siendo mi propio conejillo de Indias. ¿Cómo favorecerme del desorden? ¿Cómo encontrar ese orden secreto que dice Carl Jung que existe en el caos? ¿Cómo guardar con celo esa última libertad humana que dice Frankl que tengo, de elegir mi actitud y cómo sentirme frente a mis circunstancias? ¿Cómo hago aparecer el coraje como impulso vital? Bueno… ha ido resultando el experimento, porque aquí sigo, hablando contigo.

¿Te acuerdas del Dúo Dinámico? Esa es mi filosofía… 

Resistiré erguido frente a todo

Me volveré de hierro para endurecer la piel

Y aunque los vientos de la vida soplen fuerte

Soy como el junco que se dobla, pero siempre sigue en pie.

Hoy sé que la antifragilidad va más allá de la resiliencia, porque lo antifrágil no solo resiste: se transforma en algo mejor, más sabio, más entero, más robusto ante la adversidad. Porque, como dice Taleb, los seres humanos somos más inteligentes, más sanos y más capaces de lo que creemos. Abro un espacio para agradecer a quienes me han hecho ver eso en mí: Zoila América, mi madre; Amancio, Marynella, Irene, tú Juan. 

Y viene a mi mente mi mayor fuente de inspiración para ser antifrágil: Rebecca, mi Rebe, mi niña medicina, mi mágica princesa… y mientras la pienso, suena también el coro de esa canción de Josh Groban que tanto le he dedicado: 

Por ti seré más fuerte que el destino,

por ti seré tu héroe ante el dolor, 

yo sin ti estaba tan perdido, 

por ti seré mejor de lo que soy.

Brotan lágrimas de gratitud mientras escribo esto. Y espero sepas dispensar lo extenso del texto. Juan, ¿qué es eso que te ha hecho llorar agradeciendo y reconociendo tu antifragilidad? 

J.V.:— No te preocupes por el espacio, Eduardo, cuando se incluyen versos o canciones la extensión parece mayor, pero seguro que los lectores agradecen que aparezca la poética, porque siempre abre espacios interiores más propicios para la comprensión.

Yo no lloro mucho y cuando lo hago es bastante después de que los eventos hayan pasado, como si tuviera un retardo. Me salta el piloto automático de la acción y pasado el tiempo me hago cargo del dolor o de la pérdida. Entonces, ya la antifragilidad ha funcionado y el contexto es otro. Reconozco el aprendizaje, reconozco lo no hecho o la adversidad que no valoré suficientemente y le rindo homenaje con unas lágrimas que llevan mucho de agradecimiento a la vida, como tú me preguntas.

Antes te he hablado de dos momentos de resiliencia, en ambos casos y en algunos más, he alargado los procesos para que de ellos saliera un escenario mejor con nuevas posibilidades. Mi operación del corazón me convirtió en un ser humano más tierno, que resignificó la vulnerabilidad como una parte fundamental de quien soy. 

Creo que tuvo que ver con la reconciliación con aspectos a los que no di el suficiente valor, pero muy especialmente con la dimensión espiritual. Con el reconocimiento de una fuerza superior que surgía de mi conversación interior. ¿Con quién hablamos cuando hablamos con nosotros?, ¿qué o quién reside en esa parte a la que el yo se dirige?, ¿qué creencia invisible se remueve diciendo: aquí estoy aunque no me reconozcas?

Hoy vivo una vida llena de conversaciones de las que solo soy coautor. Tal vez por algo así, empecé una experiencia como la de estos artículos, aunque, en las conversaciones a las que me refiero, no hay un otro con nombre y apellidos, ni siquiera cambiados en su orden, como tú nos has confesado.

De hecho, algo así ha pasado en estos mismos días en los que nos hacemos y respondemos estas preguntas. Me he dado cuenta de que hay cuatro estaciones y que esta en la que entro es el invierno, pero, ¿qué es el invierno? Y me he imaginado a los esquiadores, a aquellos que ascienden a las cumbres nevadas, a siglos de personas alrededor de un fuego que, además de calentar los cuerpos, servían para generar conversaciones no tenidas. Encuentros acogedores y miradas perdidas en el silencio de las llamas, abriéndonos las puertas de lugares sin fin, de lugares sin tiempo.

Por eso escribí el reel que titulé “Invierno” y en el que dije: “He vivido lo suficiente para saber que no todo lo que muere se pierde y que bajo la escarcha algo sueña con florecer. Por eso, como buen tauro, pretendo que mi corazón siga latiendo con la obstinación del fuego, para que cambie el orden del asombro y la nieve, que ha tardado tanto en cubrir mis sienes, vuelva a ser tierra fértil, pura, silenciosa y llena de promesas”.

Hemos hablado, Eduardo, del coraje y su mirada al frente, de la resiliencia y su capacidad de levantarnos del suelo y la antifragilidad para no solo levantarnos, sino llenarnos de un nuevo sentido que puede volver a cerrar el círculo y pedirle al coraje más voluntad y más horizonte.

Gracias, Eduardo Rommel o Rommel Eduardo. Venimos y vamos, vamos y volvemos. Lo importante es seguir en ese viaje que permita que la esperanza avance. Gracias por aceptar mi invitación.

***

Eduardo y Juan se dan un largo abrazo. No dicen nada. Solo dejan que sus ojos brillen como las estrellas de un universo que seguirá envolviéndoles. No necesitan quedar para seguir hablando. Ambos saben que será inevitable.

 
 

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