Sin intimidad, un mundo panóptico
Me he referido alguna vez al impacto que causó en mí “La era del capitalismo de la vigilancia” (2020), la obra de Shoshana Zuboff que nos advierte que el libro de George Orwell “1984” dejó de ser ciencia ficción para convertirse en profético.
La vigilancia y la intimidad son términos que se contraponen. Un mundo vigilado es un mundo sin intimidad. ¿Y qué entendemos por intimidad? Es ese espacio en el que podemos ser nosotros mismos, pensar como queramos pensar, sentir como sentimos sin la restricción de la mirada exterior y de sus juicios. El lugar interior o compartido en el que podemos sentirnos desnudos real o simbólicamente.
Sin intimidad los seres humanos perdemos nuestra identidad, nos quedamos detenidos, sin vínculos y sin libertad. Somos personajes de una novela en la que hay un narrador omnisciente, que todo lo sabe de nosotros y escribe lo que hemos hecho y también lo que no hemos hecho. Un narrador que puede convertirnos en villanos o en héroes. Y lo peor es cuando esa omnisciencia es invisible o incluso nos sentimos atraídos por ella.
El filósofo francés Michel Foucault planteó que avanzábamos a un panopticon. Así se llama la estructura carcelaria que diseñó otro francés, Jeremy Bentham, que permitía que un guardián pudiera ver lo que hacían todos los prisioneros de una cárcel desde una torre de control para la que nada era invisible.
El peligro de enmudecer nuestro diálogo interno
Hoy esa cárcel puede llegar a ser una sociedad que desprecia la intimidad y amenaza la privacidad y todo lo expone y lo divulga sin considerar contextos, ni impacto en las relaciones sociales. Sabemos que cuando eso ocurre se rompe la confianza y la pertenencia y las personas prefieren aislarse y quedarse en su espacio sin el intercambio que requiere vivir en comunidad. Cuando estamos vigilados, cualquiera podría ser un delator a cambio de su privacidad.
No es extraño, entonces, que las enfermedades mentales aumenten ante la percepción de desprotección y profunda soledad, porque las relaciones superficiales solo permiten un nivel transaccional, pero no son suficientes para establecer vínculos. Incluso, en su extremo, podemos llegar a enmudecer nuestro diálogo interior ante la alerta permanente que nos genera el peligro de lo externo.
La vigilancia nos hace estar más pendientes del guardián vigilante que de nosotros mismos y de quienes nos rodean, porque la exposición nos saca de las conversaciones íntimas. Lo comunitario se desvaloriza y la ansiedad avanza.
Por eso, si pretendiéramos un mundo polarizado y una sociedad quebrada, esa sería una estrategia diabólica, para terminar con la ternura, con la palabra que acaricia, con el abrazo, el cuidado y la pertenencia. El soliloquio sería entonces: es mejor no hablar, el cansancio supera todas nuestras ideas, estamos agotados, no somos libres.
El escenario panóptico es frío, funcional, indiferente, sin espacios en los que no estemos expuestos a la mirada pública y eso es como decir que estamos ante el preámbulo de un mundo deshumanizado, sin alma. Un mundo en el que, sin darnos cuenta, empecemos a actuar para el que nos mira. Empecemos a seguir el juego a quienes nos atemorizan con exponernos al escrutinio público.
Cuando eso ocurre aparece la cobardía, el individualismo y una esclavitud aceptada sin saberlo. Volviendo a Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar (1975) dice:
"El poder moderno funciona no porque te miren, sino porque podrías estar siendo mirado. Entonces tú mismo comienzas a vigilarte."
Entonces los vigilantes se frotarán las manos y podrán iniciar su oscura partida de póker para ver quién se reparte las ganancias.
Colección Artículos articulados
Conversaciones para construir futuro y humanidad