¿Creamos o manipulamos la opinión pública?
Artículos Articulados
Coautores de este artículo: Juan Vera e Isaquino Benadof
Isaquino y Juan se conocieron a través de un amigo común, Gabriel Bunster. En algunos de los ambientes en los que coincidían Gabriel y Juan, aparecía el nombre de Isaquino. Fue a partir de la publicación de Articuladores de lo posible (2019) que comenzó a construirse una relación entre ellos.
Un día, Isaquino le comunicó a Juan que había leído su libro y que había abierto un cuaderno para anotar todas las preguntas que surgían al leerlo. “Yo soy un hombre de preguntas”, le dijo, “y el tuyo tiene muchas”. Poco después se lo mostró y le envió un correo con el archivo en el que las había recopilado.
El archivo tenía nueve páginas, escritas en letra Cambria 12, sin portada, y llevaba la nota final: “En total, 170 preguntas. No he considerado las repetidas”. Y como no es lo mismo escribir que leer lo escrito, Juan se sorprendió de cómo lo impactaban algunas preguntas cuando se las enviaba alguien tan meticuloso como Isaquino. Por ejemplo: “¿Por qué deberíamos trabajar en un mundo con riqueza suficiente para todos?”
Desde entonces, ha habido entre ellos una corriente de simpatía: mensajes de Isaquino haciendo sus preguntas a Juan, instancias generadas por Juan en las que ha invitado a Isaquino, además de la pertenencia de ambos a la Corporación Desafío de Humanidad y al movimiento 3xi.
Recientemente, Isaquino le envió a Juan el siguiente mensaje: “Para variar, tengo una pregunta para que me ayudes a pensarla: ¿cómo ves el proceso de creación de opinión pública?” Y Juan, en vez de responder, le propuso escribir un artículo articulado. Aquí se encuentran y, como es habitual, Juan lanza la primera pregunta.
Juan Vera (J.V.):— Querido Isaquino, no creas que quiero eludir lo que me preguntas, muy al contrario, me parece tan relevante que quiero que profundicemos realmente en ello y por eso quiero, antes de responder preguntarte ¿Qué hace que en este momento te aparezca esta pregunta?, ¿qué signos, qué alertas?
Isaquino Benadof (I.B.):— Hemos estado en las últimas semanas sometidos a un gran volumen de información (o desinformación) frente a la elección primaria mediante la cual la izquierda elegirá a su candidato para las elecciones presidenciales del próximo 16 de noviembre.
Al observar las estrategias utilizadas, especialmente en redes sociales, por parte de la candidata Jeannette Jara y su equipo, me hago la pregunta: ¿están creando opinión o manipulando opinión pública?
¿Crear opinión? Para mí, la creatividad es una actividad humana por excelencia. Aunque últimamente comienzo a dudar de eso, considerando los resultados que hoy nos entregan los agentes de inteligencia artificial. Entonces, ¿cuánto han influido este tipo de ayudas en la creación de opinión en este caso? No lo sé, y justamente por eso, me surge hacerte la pregunta.
Por otro lado, también me nace preguntarte: ¿qué es la opinión pública?
Una opinión es una interpretación que hace una persona sobre una situación cualquiera. Esta se convierte en “opinión pública” cuando aparece sistemáticamente en redes sociales y medios de comunicación. Es decir, cuando se repite por parte de referentes que son escuchados por el público. Esa repetición —esa resonancia— es la que la va construyendo.
Ahora bien, esos referentes han venido construyendo una identidad fuerte a través de sus propias opiniones en situaciones de interés público. Son personas que, de una u otra manera, tienen llegada a los medios, ya sean públicos o privados. En este grupo se encuentran políticos, deportistas de élite, artistas en general, ejecutivos de alto nivel empresarial, etc.
¿Manipular la opinión pública? Eso, en cambio, me parece una práctica más normalizada. Porque, cuando ya hay una opinión circulando, lo que se hace es reinterpretarla, moverla suavemente hacia donde se desea. Y así, paso a paso, vamos modulando —manipulando— la opinión inicial hasta convertirla en la deseada.
Esto me recuerda al ministro de Propaganda del régimen nazi, Joseph Goebbels, quien decía: “Miente, miente, hasta que se convierta en verdad”. (Es interesante notar que el nombre del ministerio no era de Información, sino de Propaganda.)
Entonces, mi pregunta para ti es:
¿Qué diferencia la opinión de la propaganda?
J.V.:— Gracias, Isaquino, por haber aceptado el desafío de detenernos en una conversación difícil como esta, en la que lo que digamos también puede cargar, en sí mismo, el riesgo de ser leído como información, opinión, intento de verdad o, incluso, desinformación. No es fácil, querido amigo.
Me alegra que el escenario de las primarias chilenas —el país en el que ambos vivimos— provoque esta conversación. Si bien no entraré en juicios sobre la estrategia de una candidata específica —porque podríamos precipitarnos en un laberinto que nos obligue a comparar con la de los otros tres candidatos, que, según diversos analistas, también fue sesgada—, quiero centrarme en tu pregunta, que es oportuna y valiosa para hacernos pensar a ambos.
La opinión reconoce, desde su formulación, que se trata de un juicio personal que expresa el punto de vista de quien la enuncia: “yo opino que…”. Por lo tanto, habla más de quien la dice que de aquello de lo que habla. En el coaching, las opiniones son muy relevantes para comprender cuáles son las creencias, expectativas, emociones o marcos culturales desde los cuales esa persona opina. Eso nos permite mostrarle al coachee desde dónde habla.
No hay nada incorrecto en la opinión, así formulada. El riesgo al que te refieres —y que con razón te alerta— aparece cuando el opinante se vincula con lo que Harari llama un relato intersubjetivo: es decir, un relato compartido por una parte de la sociedad que comienza a considerar como verdad aquello que es solo opinión.
En la propaganda —y qué pertinente que cites a Goebbels—, la intención no es la de opinar, ni siquiera la de conectar con un relato ya existente, sino la de imponer una verdad con independencia de sus fundamentos. Basta con observar el nombre del ministerio del Tercer Reich: Ministerio de la Ilustración Pública y la Propaganda. “Ilustrar”, porque el pueblo es considerado ignorante y, por tanto, debe ser “ilustrado” por quienes ostentan un mandato divino o una superioridad que no admite discusión.
Y aquí nos puede servir una distinción relevante: ¿en qué datos y en qué informaciones se basa lo que decimos?
Para mí, resulta útil la diferencia que plantea Manuel Castells —el sociólogo español más citado en las últimas décadas— entre dato e información. El dato es un hecho o valor aislado, sin contexto que le dé sentido. La información, en cambio, es la contextualización de esos datos para que tengan significado. Por ejemplo, un dato sería que Jeannette Jara obtuvo 823.560 votos. Quien escuche esa cifra fuera del contexto electoral al que aludes, sabrá poco. Información, en cambio, sería saber que eso representa el 60 % de los votos emitidos, y que los siguientes candidatos obtuvieron el 28 % y el 9 % respectivamente. Eso nos entrega la idea de una amplia mayoría y, más allá de eso, de un reordenamiento en las preferencias dentro del espectro de la izquierda chilena —al menos entre los ciudadanos que fueron a votar.
Y en este punto, quiero devolverte una pregunta:
Estoy hablando de datos e informaciones ciertos, pero ¿crees que hoy estamos sometidos a un escenario donde circulan datos falsos? ¿Qué intenciones advertís, si eso es así? ¿Adónde puede conducirnos este fenómeno?
I.B.:— Juan, planteas muy bien la diferencia entre datos e información. Los primeros, como hechos sin procesar —números, fechas, nombres, mediciones— no tienen, por sí solos, demasiado sentido o significado.
Entonces, me aparece la siguiente pregunta: si me dan un dato sin decirme cómo se obtuvo, ¿debo aceptarlo como válido? Si me entregan un dato sin citar su fuente, me veo ante la necesidad de validar a quien lo comunica. Es decir, termino juzgando a la persona, institución o medio que me lo entrega, más que al dato mismo. Y aquí me hago cargo de tu pregunta: la falsedad o veracidad del dato que recibo queda inevitablemente asociada al juicio que emito sobre el emisor. Por lo tanto, ya tengo un sesgo respecto a quiénes escucho y a quiénes no, incluso en el terreno aparentemente objetivo de los datos.
Entonces, estimado Juan, el problema final —si es que hay uno— siempre soy yo, con mis juicios o prejuicios frente a cada dato o información que recibo.
Si la validez o falsedad de los datos o de la información depende del receptor, entonces debemos preparar a esos receptores frente a la posibilidad de recibir datos falsos o información distorsionada. Es decir, combatir la ignorancia, que es el terreno más fértil para que lo falso sea aceptado como verdadero.
La única forma que, en lo personal, me permite establecer algún grado de filtro frente a lo que recibo, es preguntarme de forma reiterada: ¿de dónde salió este dato? ¿Quién lo entrega? ¿Qué intereses podría haber? Y luego, repreguntar sobre la propia fuente, hasta llegar a un punto en el que sienta suficiente confianza en el proceso investigativo personal.
O sea: preguntar y repreguntar.
En consecuencia, debemos formar receptores capaces de preguntar sistemáticamente, en lugar de aceptar sin más. Pero aquí nos topamos con la educación, que no siempre es formativa en términos investigativos, sino que muchas veces se orienta a premiar respuestas correctas, no preguntas genuinas.
En lo personal, cuando estaba en la escuela básica y media, si preguntaba mucho, me echaban de la sala por “interrumpir” la clase. Pasé más tiempo en la biblioteca o en la oficina de la directora que en el aula. Ambas cosas, paradójicamente, me enseñaron más que la clase misma.
Y ahora, te devuelvo otra pregunta, Juan:
En un mundo donde cada día se generan trillones de datos en todos los dominios imaginables, los cuales se almacenan en la nube y alimentan los sistemas de inteligencia artificial, ubicar la fuente y su contexto se vuelve casi imposible. Entonces, ¿debemos aceptar como verdaderas las respuestas que nos entregan los chatbots cada vez que les preguntamos algo?
J.V.:— Isaquino, mi respuesta, siguiendo el mismo hilo que planteas, es tajantemente no. Y aquí surge la importancia de contar con fuentes confiables: aquellas que, a su vez, dejan claras sus propias fuentes y se caracterizan por ofrecer más información que opiniones.
Desde luego, se trata de un proceso difícil, que nos exige contrastar distintos orígenes e indagar —como bien decís— con paciencia. Eso implica dedicar trabajo y tiempo, dos valores que, en estos tiempos de inmediatez y bajo esfuerzo, parecen poco apreciados. Y por eso mismo, nos volvemos extremadamente vulnerables.
Permíteme sumar un punto que se deriva de tu mención a los “trillones de datos”: eso nos ubica en el terreno de la sobreinformación. Tan peligrosa puede ser la falta de información como un exceso inmanejable. En el primer caso, la dominación proviene de quienes —bajo la premisa de que “la información es poder”— se la apropian. En el segundo, la dominación se relaciona con la propagación deliberada de información falsa, diseñada para generar confusión, desorientación y una dispersión de la atención. A esto se suma el uso de algoritmos que pueden amplificar ciertos mensajes según intereses que suelen ser opacos.
Déjame que traiga aquí un párrafo de un artículo que escribí después de leer La sociedad del desconocimiento (2022), de mi admirado filósofo político español Daniel Innerarity:
Cantidad y complejidad coinciden en un escenario al que sumamos la aceleración. Pasamos así de la sociedad de la información, con la pretensión de adentrarnos en la sociedad del conocimiento, a vernos arrojados a la sociedad del desconocimiento y con el riesgo de ser marionetas de guiones y pautas preestablecidas desde centros bastante invisibles.
Ante esto —y si no queremos vernos inmersos en escenarios de alto riesgo— se vuelve imprescindible establecer un proceso regulatorio sobre la confiabilidad de los datos y sus formas de uso, algo que ningún gobierno ha puesto en marcha de manera decidida. Algunos, porque —a mi juicio— son ellos mismos quienes buscan manipular; otros, porque no logran los acuerdos necesarios en una economía donde las grandes fortunas surgidas de la tecnología de la información ejercen una influencia poderosa en la esfera política.
Entonces, amigo, regreso al trasfondo de la pregunta que dio lugar a este artículo articulado, o al menos a lo que yo creo que subyace en ella:
¿Podemos hablar de libertad de opinión? ¿Por qué sí, o por qué no?
I.B.:— Juan, tu pregunta contiene dos términos que merecen una vuelta más: uno es libertad y el otro, opinión. Voy a comenzar por este último.
De inmediato, se me vino a la cabeza el concepto de libertad de expresión, tan defendido por los periodistas. Y, por supuesto, me pregunté: ¿es lo mismo opinión que expresión?
Al indagar al respecto, concluyo que opinión, como ya señalaste en tu primera respuesta, es un juicio personal sobre algo. Se basa en la interpretación individual de hechos, emociones o valores. En cambio, expresión es el acto de comunicar ideas, pensamientos o emociones. Y, por supuesto, puede incluir opiniones; o sea, es un concepto más amplio. Porque podemos expresarnos sin necesariamente opinar. En resumen: la opinión es qué piensas; la expresión es cómo lo comunicas. Toda opinión puede ser una expresión, pero no toda expresión implica una opinión.
Ahora vamos con el segundo término: libertad. Es uno de esos conceptos que parecen simples, pero que contienen una profundidad enorme. Cada uno de nosotros interpreta la libertad desde su propia vereda: algunos la llevan hasta el libertinaje, otros restringen su ámbito. La mayoría creemos ser libres, salvo cuando el sistema en el que vivimos nos presenta restricciones —personales, de expresión, políticas, económicas o religiosas.
Podemos definir la libertad como la capacidad del ser humano de actuar, pensar y decidir por sí mismo, sin restricciones indebidas. Esto implica autonomía, pero también responsabilidad sobre las elecciones que hacemos. No se trata de hacer lo que uno quiera sin límites, sino de hacerlo respetando las leyes, los derechos de los demás y, sobre todo —según mi parecer— los valores éticos.
Tu pregunta, estimado Juan, tenía su trampa: plantear la libertad de opinión como un todo sesga inevitablemente el concepto de libertad, o el de opinión. Por eso, al analizarla, preferí separarlos.
Y aquí va mi última pregunta para ti, estimado Juan:
¿Dónde está el límite entre seducir y manipular?
J.V.:— Creo, estimado Isaquino, que es una buena pregunta para terminar nuestra conversación: porque tiene sentido en sí misma y porque nos lleva al origen del intercambio.
La opinión pública puede autogenerarse a partir de información confiable, donde quien la suministra mantiene una posición neutral y son los receptores quienes construyen su propia opinión. Pero también puede originarse a través de una propuesta seductora, que conecta con los intereses de la ciudadanía y que nace de una intención de servicio a la comunidad. En ese caso, ya no se trata simplemente de información contextualizada: es un relato que pretende gustar. Y, por supuesto, existe también el relato basado en el ocultamiento o la distorsión, cuya intención es alcanzar los objetivos de quien comunica, aprovechando las expectativas, emociones o intereses de aquellos a quienes se dirige.
Al final, lo que cuenta es la intención. Y el límite es la ética.
Es cierto que la historia está llena de ejemplos que comenzaron como seducción y terminaron en manipulación. Es una de las consecuencias del tan mencionado hoy síndrome de hybris, propio de quienes alcanzan el poder: desmesura y ceguera.
Volviendo a tu pregunta: la seducción tiene que ver con la expresión de una oferta que conecta con quien la recibe, logrando que esa persona genuinamente quiera lo que se le ofrece. Porque responde a sus ideales, porque está formulada con respeto a su libertad, porque se basa en argumentos reales, y porque la promesa es cumplible. La seducción, cuando es ética, implica compromiso, hechos ciertos y voluntad de cumplimiento.
Los líderes transformadores, los que cambiaron sociedades o nuestras propias vidas, fueron seductores. La manipulación, en cambio, no necesita argumentos verdaderos: construye aquellos que le resultan útiles. Dice lo que el otro quiere oír. Detecta lo que necesita, incluso cuando esa necesidad ha sido inducida, no descubierta. Y en el caso de la política democrática, incluso puede prometer aquello que requiere transgredir los equilibrios fundamentales de la democracia para concretarse.
Lo que realmente le importa al manipulador es su propio objetivo.
Ahí está la trampa: como la intención es invisible, el manipulador puede parecernos un seductor. Te seduzco cuando te ofrezco lo que tengo, en lo que creo, aquello que soy capaz de mostrar. Te manipulo cuando toco tus vulnerabilidades, cuando creo necesidades, cuando te hago ver cosas que no son, porque lo que quiero es tu control, capturar el poder, hacerme soberano sobre vos.
Es decir, el auténtico interés del manipulador está siempre encubierto.
En términos políticos, los manipuladores no creen realmente en la sociedad civil. La utilizan, y una vez que han logrado sus fines, la dejan sin función alguna. Porque lo que buscan es convertirse en soberanos. Y para eso, deben terminar con la soberanía popular, como advirtió Joseph Schumpeter en 1950.
Podría alargarme más en estas distinciones, pero es el momento de levantarnos de nuestro café imaginario y solo quiero mostrarte lo que has originado con esa pregunta que me enviaste por WhatsApp. Un ejemplo del maravilloso poder de las preguntas, o al menos de las buenas preguntas.
***
Isaquino y Juan se despiden. Caminan lentamente, enredados en la aplicación de todo lo dicho al momento actual del mundo. Aunque los miremos de espaldas, podemos imaginar a Isaquino —preguntando y preguntando— sin dejar que se enfríe su máquina permanente de preguntas.
Y también a Juan, llevándose la mano a la barbilla, en busca de ese punto donde aparezca una distinción escondida, un ángulo desde el cual lo confuso o lo complejo dejen ver un resquicio por el que entrar.
Hace frío en Santiago. El invierno los invita a marcharse a sus casas, a esperar un nuevo mensaje, una nueva provocación.
Que no tardará mucho.
Fugacidades
Explorando la importancia del diálogo, la confianza y la colaboración.