Para no renunciar a la eutopía
Hace unos días inicié la quinta edición de Biolibros de Humanidad con 12 seres humanos que no se conocen, que leerán sus vidas y establecerán vínculos inusitados al finalizar el ciclo. Y como siempre, tuvieron que declarar la etiqueta con la que se definirían si solo quisieran dar una pista de sí mismos, el titular de su presentación interna. Yo también hice el ejercicio y les dije que hoy me etiquetaría como articulador de pensamientos y conversaciones.
Y eso voy a hacer en este escrito, articular el pensamiento de los autores que he leído en los últimos tres días con el mío propio. Me refiero al psicólogo social norteamericano Jonathan Haidt, cuya última obra, La generación ansiosa (2024), estamos leyendo en el Círculo de Lectura y Pensamiento; a la filósofa chilena Diana Aurenque; y al sociólogo, también chileno, Ernesto Ottone Fernández. Si entran en Google se sorprenderán de sus currículos y entenderán mejor por qué los sigo y tendrán un motivo más para continuar leyendo estas líneas.
A los cuatro nos une la necesidad de comprender lo que está pasando en este momento del mundo. Tratar de tener una explicación que supere la idea de una locura colectiva o la simple victoria de la maldad sobre la bondad.
Ernesto Ottone en su columna “Distopía” plantea la distinción entre lo distópico y lo utópico, entre el mal social y ese bien ideal que es una quimera, que sólo nos puede servir para caminar, como dijo Eduardo Galeano y avanzar hacia lo inalcanzable. Ottone define la sociedad distópica de la siguiente manera: “Una sociedad distópica podría definirse como aquella organizada bajo un sistema opresivo, autoritario, deshumanizado, en la que los derechos y las libertades individuales están restringidos y donde se considera la existencia de una verdad única, en la cual el pluralismo no existe, la información es controlada y la tecnología es usada para reprimir y no para liberar”.
Al leer su definición sentí que estaba describiendo los liderazgos que han accedido al poder en las naciones que en este momento están controlando el siglo en el que vivimos y a las tendencias que emergen en muchos de nuestros países con independencia del continente al que pertenezcan. Y me asaltó la preocupación de que algunos de ellos hayan llegado por la vía democrática.
¿Qué nos dice eso de las sociedades que eligen de esa forma?
Encrucijadas de un siglo convulsionado
Mi respuesta inicial es que podemos llegar a la distopía, tratando de dar respuesta a las emociones y el dolor reales con propuestas utópicas, que al ser imposibles, a la larga solo producirán mayor dolor y más desesperanza, abriendo la puerta a las autocracias.
Diana Aurenque advierte en su columna “Política y virtud” que no podemos suponer que el dedicarse a la política implique la existencia de virtudes y de un carácter moral. Y especialmente que hoy no existe un acuerdo social sobre lo que significa excelencia moral.
¿Por qué podemos guiarnos, entonces, si cada una de las propuestas que nos hacen están guiadas por valores personales que desconocemos, cuando no son directamente el intento de una manipulación?
O lo que es peor, como es el caso de Donald Trump, cuando una sociedad está dispuesta a elegir a alguien reconocidamente inmoral, pero que promueve políticas que supuestamente podrían beneficiar los intereses de un sector de votantes con independencia de su moralidad.
Diana Aurenque incluye en su columna una cita que me dejó pensando durante horas: “Pero di con una frase de Agustín Squella sobre la serenidad como virtud en la vejez que me obligó a repensar todo: Se trata de una virtud que como todas las virtudes más se finge que se posee – nos dice. Recordé entonces que los griegos enfatizaban que la virtud se lograba a través del hábito, del ejercicio de repetir actos virtuosos. La virtud, entonces, no sería una propiedad que se posea, sino una orientación, un propósito, una actividad y búsqueda permanente”.
Una frase que relaciono con declaración anti aristotélica de que la acción genera ser, la repetición nos hace diferentes y ello abre la posibilidad de poder apostar por las instituciones y sus culturas, más allá de los vaivenes de los gobernantes.
Compromiso con el sentido colectivo
Aurenque confía en la existencia de una persistencia irrenunciable. La irrenunciabilidad del sentido de lo colectivo y es aquí donde me golpea la lectura de Jonathan Haidt y su estudio del impacto de las redes sociales en las generaciones jóvenes, rompiendo en ellos el compromiso con la colectividad. Porque aunque la demografía avale la idea de una sociedad más madura, la eternidad no es un supuesto en el que podamos confiar y en unas décadas los smartphone sapiens serán mayoría.
En el capítulo ocho de La generación ansiosa titulado “Elevación y degradación espirituales”, Haidt llega a la conclusión de que la adicción a los smartphones no solo produce enfermedades mentales e individualismo. También supone una degradación espiritual: la desaparición de ese espacio en el que nos hacemos preguntas en silencio sin buscar respuestas inmediatas, en el que surgen aspiraciones y la idea de que somos parte de una constelación que no está gobernada desde otros lugares que no sean nuestros propios corazones.
Mientras que las generaciones consideren que el mundo es un lugar hostil, la idea de eutopía irá desapareciendo. Porque la eutopía habla de ese lugar donde podría existir el bien como principio fundamental y no una simple quimera.
Mientras que consideren hostil el entorno en el que viven predominará el desagrado y Haidt plantea que en el desagrado no se produce la elevación espiritual, porque no hay recursos para ello.
Necesitamos desconectarnos para conectarnos.
En eso creo y en que el error es seguir mirando hacia arriba para buscar la esperanza. Porque la esperanza está más cerca de nosotros, en la invisibilidad de lo cotidiano, de aquellos que cuidan, apoyan, ceden el paso, en quienes no dejan los scooter en medio de la vereda impidiendo que pasen quienes van en sillas de ruedas, en los que ayudan a cruzar la calle a un invidente que no pidió ayuda.
Termino este artículo citando las dos últimas prácticas espirituales de las seis que propone Haidt: “Ser lentos para enojarnos y rápidos para perdonar y descubrir el asombro reverencial en la naturaleza”.
Asumo que ese asombro reverencial lo he sentido leyendo a los tres autores y me dispongo a caminar mirando a los árboles de las calles que me rodean, al perfil de la cordillera y al lenguaje transportador de las hojas secas que vienen hablando conmigo en los últimos otoños.