El viaje de la vida

Artículos Articulados

Juan Vera - Artículo articulado - El viaje de la vida - Jorge Milla

Coautores de este artículo: Juan Vera y Jorge Milla

 

Jorge y Juan se conocieron al comienzo de los años 2000, en un taller de alineamiento estratégico que Juan facilitó para la División de Operaciones y Sistemas de BancoEstado, en donde trabajaba Jorge. En el diseño del taller, Juan incluyó una dinámica nueva que planteaba estimular el alto desempeño del equipo. Para ello Juan contrató a Luis Carrasco, quien tras asistir a un magister en Gestión Pública, que también había dirigido Juan y que terminó en Barcelona coincidiendo con las fiestas de la Mercé, quedó vivamente impactado por los famosos castells (torres humanas) con los que se encontraron en una de las bellas plazas de la capital catalana.

Tanto fue el impacto que Luis contactó con las organizaciones populares a las que pertenecían los castellers y logró que viajaran a Chile a formar a un grupo de personas. Uno de esos grupos vino al taller y se trataba de lograr construir el más alto castell que fueran capaces, combinando a algunos de los formados del equipo chileno con profesionales de la división del banco.

La torre requería que en cada uno de los pisos fuera decreciendo el número de personas y que estas tuvieran menos peso, y se cerrara con un niño que escalaba hasta coronar la torre. En el paso anterior se disponía a subir una joven de las entrenadas. “A no ser que alguno de los presentes se atreva”, dijo desafiantemente Luis Carrasco. Hubo un silencio y Jorge levantó la mano. Todos le vimos subir con una concentración extrema como cumpliendo un ritual personal. Lo logró con una facilidad sorprendente y recibió al niño que sujetó en sus brazos.

Al terminar la experiencia, se abrió un tiempo de reflexión: ¿Qué aprendimos?, ¿cómo podemos traer lo aprendido a nuestro diario vivir laboral? Jorge tomó la palabra para explicar que para él constituía algo muy especial y que de alguna forma se había dado a sí mismo de alta para volver a una forma de vivir que había estado suspendida durante un tiempo. Pero será mejor que el propio Jorge y Juan hablen de ello en el café imaginario en el que se van a encontrar, dado que hablarán de viajes interiores.

Durante años han sabido uno del otro desde una distancia cercana, se siguen en lo que hacen y en lo que van dejando huellas, comparten amistades, algunas de ellas profundas. Por eso. Juan, aprovechando otro momento importante de la vida de Jorge, le ha invitado a escribir juntos este Artículo articulado.

Como acostumbra, Juan lanza la primera pregunta.

Juan Vera (J.V.):— Querido Jorge, este narrador omnisciente ya ha contado cómo nos conocimos. Ese día yo empecé a admirarte y a considerarte un viajero de la vida. Me gustaría que pudieras recodarme de qué te diste cuenta. ¿Resignificaste de alguna manera esta idea de que la vida es un viaje al que debemos subirnos conscientemente?

Jorge Milla (J.M.):— Querido Juan, leo con sorpresa tu narración de nuestro primer encuentro. Confieso que lo tenía algo olvidado. Recordarlo fue emocionante y me permitió revivir gran parte de lo experimentado aquel día. Gracias. 

Fue un momento especial, uno de esos instantes que surgen de manera inesperada y que, con el tiempo, revelan un significado profundo. Describes el silencio tras la pregunta desafiante de Luis Carrasco, el instante en que levanté la mano. Y sí, Juan, subí con extrema concentración, como si cumpliera un ritual personal cargado de símbolos. 

Al principio, interpreté mi decisión como un gesto impulsivo, algo imprudente, similar a otros que había tenido en la vida. También pensé que se trataba de valentía. Sin embargo, más adelante en mi viaje descubrí que lo que realmente me impulsaba era la emoción del miedo. 

En una reflexión posterior lo entendí como un acto de recuperación. “Darme de alta” fue la expresión que usé en aquel momento, aunque en realidad se trató de una declaración existencial. 

Sentía que había dejado en pausa una parte esencial de mí, aquella que confiaba en mi cuerpo. Y no me refiero solo a la capacidad de fluir con el movimiento, sino a una confianza más profunda, de carácter existencial. Suelo decir ahora: “No tengo un cuerpo. Soy un cuerpo”. 

Subirme a esa torre humana fue un recordatorio físico de algo que, de alguna manera, había archivado: la vida es como un castell, un equilibrio precario que solo se sostiene cuando hay confianza en el otro y en uno mismo. 

En ese ascenso, comprendí que si se aprende a desarrollar confianza existencial, es posible sostener y ser sostenido. Eso fue lo que vi ocurrir en el castell: una metáfora de la vida en la que cada quien encuentra su lugar en la estructura, apoyando y siendo apoyado. Aquella torre humana se convirtió en un símbolo poderoso, cargado de múltiples significados. 

Ese instante contribuyó a un proceso personal de resignificación de mis ideas sobre el viaje de la vida, lo que yo llamo “la travesía de la vida”. Me di cuenta de que no se trata solo de desplazarse físicamente, sino de estar dispuesto a un movimiento interno muy poderoso y, para mí, intimidante. Es responder a lo que emerge como un llamado inesperado, como ese momento en el que el niño que corona la torre da el último paso sin garantías, confiando en la solidez de la estructura humana que lo ha llevado hasta allí. 

Subirme a esa torre no fue solo una decisión impulsiva del momento. Fue, de alguna forma, el reinicio de un viaje interno que sentía haber postergado. Un recordatorio de que mi vida se expande cuando me atrevo a habitarla por completo, cuando entiendo que, como en los castells, hay momentos para sostener y momentos para elevarse. Subí acompañado del miedo, ahora mi amigo.

Juan Vera - Artículo articulado - El viaje de la vida - Jorge Milla
 
 

Te devuelvo la pregunta, Juan. ¿Hubo algún momento en tu vida en el que sintieras que, de manera consciente o inconsciente, estabas iniciando un viaje interior significativo?, ¿un punto de inflexión que marcara un antes y un después en tu manera de habitar la vida, en donde el cuerpo fuese el catalizador?

J.V.:— Tengo que darte las gracias, Jorge, por esta pregunta que no me esperaba. Aunque debería haberla previsto. Especialmente esa referencia a la inflexión que marcara un antes y un después en mi manera de habitar la vida. Sí, efectivamente existió ese momento y llegó justo cuando me jactaba de mi buena salud, de mi inmunidad a enfermedades y achaques. Las curvas suelen ser más peligrosas en las carreteras de largas rectas, como las de La Mancha en mi querida España. Y eso me pasó a mí. 

Nunca me interesé especialmente por mi cuerpo. Todo lo importante estuvo durante décadas centrado en mi inteligencia y en mi sensibilidad. Eso era lo valioso. El cuerpo, solo un mero carruaje.

Hice una fiesta para mis amigos al cumplir los 60 años y bromeé diciendo que, en realidad, hacía ese festejo por ellos y porque parecía una edad emblemática que en nada correspondía a su leyenda. Ni me consideraba alguien que se sintiera en la madurez de su pensamiento, más bien, al contrario, me sentía un aprendiz perseverante, ni tampoco mi cuerpo revelaba signo alguno. Sentía la misma fuerza, ninguna arruga surcaba mi rostro. Nos reímos mucho en la fiesta. Lo pasamos muy bien frivolizando.

A los pocos días, al correr para pasar en verde los semáforos de la Alameda Bernardo O’Higgins de Santiago, precisamente saliendo de BancoEstado, sentí que la fatiga me ahogaba. “Juan, tienes que hacer más ejercicio”, me dije. “Tendrás que ir al gimnasio aunque no te parezca glamoroso”, agregué para mis adentros. Ese síntoma se repitió y a los pocos días me operaron a corazón abierto por una severa obstrucción de las arterias coronarias. Desde entonces tengo tres bypasses.

Eso tuvo y tiene un impacto en mis hábitos, pero mucho más en mis pensamientos, en reconocer mi fragilidad y en valorar la vulnerabilidad. Supuso un encuentro con la humildad y el valor de las cosas más sencillas. Por ejemplo, después de varios días de sentirme encorsetado dentro de un cuerpo-robot y de no poder girar mi torso, la primera vez que ocurrió, lloré como un niño. Podía hacer un movimiento al que nunca había dado importancia por obvio. Fue muy revelador para mí. “¿Cuántas cosas más no valoras?”, me pregunté. “¿Cuántos detalles y momentos das también por obvios?, ¿qué es realmente la vida, Juan?”.

Pronto hará 15 años de este suceso y desde ese día he cambiado algunas declaraciones importantes. El día antes de operarme, Angélica me dijo que llegaría muy temprano a la clínica para rezar juntos. Yo le dije que yo no rezaba, pero lo cierto es que me desperté muy temprano y antes de que ella llegará me puse a escribir mi propia oración. Una conversación conmigo mismo, con mi interior, en la que había alguien más, una fuerza superior, una energía que me superaba. La leímos juntos, lloramos y lo cierto es que al volver a estar consciente, después de más de 10 horas en el quirófano, dejé de definirme como ateo para considerarme agnóstico.

Siento que cada vez estoy siendo un ser más espiritual que reconoce el misterio profundo de la existencia, la importancia del cuidado y el alejamiento de la idea de que el futuro es un plan. Y con eso no quiero decir que considere que lo único que importa es el ahora, porque el ahora sin propósito puede convertirse en una forma consumista de vivir. No creo en el presente sin futuro, ni en el futuro sin presente.

Y paso a la segunda pregunta, Jorge. Mantenemos esta conversación en días muy especiales para ti, pero si volvemos a la idea del viaje, aceptando lo imprevisible, ¿qué rumbo quieres mantener o cambiar cuando miras desde la proa de esa barca que es la vida? Y puedes cambiar la metáfora de la barca por tu inseparable bicicleta.

J.M.:— Juan, te leo y veo en nuestras historias puntos en donde nos tocamos, en polos distintos, complementarios, no opuestos. 

Tú dices que nunca te interesaste demasiado por tu cuerpo, que siempre lo viste como un carruaje que transportaba lo realmente valioso: tu inteligencia, tu sensibilidad.  En cambio, yo, toda mi vida he sentido una gran conexión con el mío. Para mí, decir “no tengo un cuerpo, soy un cuerpo” no es solo una declaración filosófica. Es una vivencia encarnada. Mi identidad ha estado siempre ligada a mi cuerpo, pedaleando, escalando, haciendo montañismo, respirando con el ritmo de lo intenso. 

No sabía la dimensión de esto hasta que el MOGAD apareció de forma inaudita en mi vida. Para explicarlo de manera simple, el MOGAD es una enfermedad autoinmune y rara que ataca la mielina del sistema nervioso central, causando inflamación del cerebro en mi caso.

Apareció sin previo aviso y, en cuestión de semanas, ese cuerpo con el que estaba tan identificado desapareció. Fue consumido por la bomba de corticoides, reduciéndome de 58 kilos a 48. Cuando me vi en el espejo, lloré largamente. No era solo el reflejo de un cuerpo deshecho. Era la sensación de haber perdido algo esencial de mí.

Sentí una tristeza profunda, desgarradora. En ese instante, mirándome, dije en voz alta: “Yo no voy a vivir así".  Fue un momento muy oscuro. Como si me hubieran lanzado al centro de una tormenta, una que no dejaba ver más allá de la desesperanza. Hoy veo ese instante como una suerte de disolución de mi ego y el sufrimiento que experimenté, un indicador de su magnitud. 

Comencé a buscar en Google: eutanasia. Escribir esto me emociona, Juan. Esos días fueron la tempestad más terrible que he navegado. Ser diagnosticado con una condición desconocida, incurable, grave. No tener respuestas. No tener control. Tenía tanto miedo.

Pero si algo me ha enseñado mi cicloviaje de vida es a resignificar lo inesperado. Con el tiempo, comprendí que el diagnóstico, aunque rudo, también era una invitación. Me obligó a detenerme, a mirar de frente mi fragilidad y a reconocerla como parte inherente de la condición humana. En esa fragilidad encontré una sabiduría distinta. Me enseñó humildad, paciencia y una resiliencia que no nace de la lucha, sino de la aceptación pacífica.

En lugar de vivir el diagnóstico en código bélico—como una batalla, un combate, una resistencia—aprendí que la fortaleza no siempre es empujar con más fuerza. A veces, la fortaleza es saber cuándo hacer una pausa, cuándo pedir ayuda, cuándo inclinarse ante la vida.

Así como tú lloraste de gratitud al recuperar un movimiento que dabas por obvio, yo lloré al recuperar la capacidad de verme más allá del MOGAD. Aprendí a tratar con mayor gentileza mi cuerpo y a cuidar de mí mismo con ternura, respetando mis ritmos y necesidades como una práctica de amor propio.

Y lo más inesperado: la vulnerabilidad se transformó en un puente hacia los demás. Creó espacios de cuidado mutuo, de empatía y apoyo. Me hizo más consciente del nivel de profundidad de mis relaciones, de la fuerza de los lazos humanos y de la importancia de acompañarse existencialmente, como siento que estamos haciendo en este diálogo contigo. 

No soy creyente, pero el MOGAD me ha llevado a explorar preguntas que nunca antes me había hecho sobre el significado de la vida, la conexión con un todo mayor y el legado que quiero dejar. Me ha enfrentado a la finitud y, aunque parezca paradójico. Eso me ha regalado vida. 

He aprendido a interpretar el diagnóstico como una invitación a vivir con cuerpo gentil, corazón amable y serenidad. Y no ha sido fácil, porque hay instantes en que todo lo que escribo aquí parece no estar. Pero la vida sigue siendo maravillosa y significativa, precisamente en su fragilidad.

Por eso, cuando cicloviajo el rumbo que quiero sostener es el de la disposición a lo inesperado. Y el cambio que quiero hacer es aprender a detenerme con más gracia, no solo cuando la fatiga lo demanda, sino cuando el paisaje, la vida o el corazón me dicen que es momento de bajar el pie del pedal y simplemente contemplar. 

Ahora te pregunto a ti, Juan. Dices que antes no te preocupaba demasiado el cuerpo, pero cuando lloraste al recuperar un movimiento, hubo un instante de revelación. ¿Qué crees que fue lo que estabas llorando en ese instante?

J.V.:— Gracias por tu profunda respuesta, Jorge, a la que me referiré enseguida por la concordancia con alguno de los aspectos que refieres. Voy directo a tu pregunta: Sí, sí fue una revelación. Cuando me di cuenta de que estaba sollozando no tuve más remedio que comprender que estaba teniendo la oportunidad de una experiencia trascendente. Me di cuenta de que la estúpida necesidad de tenerlo todo bajo control inhabilita el valor y la presencia de tantas cosas que nos podrían hacer vivir en la gratitud. 

Ya sabes que yo me muevo en un mundo de muchos talleres y encuentros que quieren ser significativos y cuando alguna de mis preguntas, como un boomerang regresaban hacia mí, por ejemplo las referidas a quiénes somos y en qué emociones habitamos, una respuesta sentida era la de definirme como alguien que vive profundamente en la gratitud. Pues bien, ese momento vino a decirme que aún era un principiante de la gratitud, que invisibilizaba (y seguramente todavía invisibilizo) muchos aspectos, dones y vivencias por los que sentirla.

Aún hoy, cuando despierto y me pongo en pie, sonrío y me digo: “Vacilas un poco más, pero caminas. Te sostienes, estás vivo, vas a tener otro día, no te apresures, no lo desaproveches”.

Después de aquella experiencia tuve varias conversaciones relevantes para agradecer a personas a las que sin duda quería y quiero, pero a quienes no había hecho declaraciones con la profundidad que merecían. 

Yo pertenezco a un “grupo de encuentro” en la Fundación Desafío de Humanidad y teníamos la costumbre de declarar al terminar el año los momentos cumbre de los 365 días vividos y también aquellos que preferiríamos no haber vivido. Para la sorpresa de todos, incluido yo mismo, declaré que la operación del corazón, con todos sus riesgos, había sido unos de los tres mejores momentos de ese 2010.

Tú dices que el MOGAD te ha enfrentado a la finitud y, que aunque parezca paradójico, eso te ha regalado vida. La revelación es precisamente que no es paradójico, porque hace eternos los momentos vividos. Nos lleva a otros criterios de pesos y medidas. No es la longitud, sino la anchura de banda de ese vivir. No es la cantidad, sino la intensidad. Es distinta la vida cuando su transcurrir está lleno de significados.

Ayer invité a uno de mis nuevos amigos a participar en la experiencia de Biolibros de humanidad que empezamos en los próximos días y dijo que precisamente el día anterior conversaba con alguien de que estaba en ese momento en el que sólo quería privilegiar aquello que engrandeciera el alma, aquello que ponga en contacto con el amor, la grandeza y el sentido y que por eso se iba a incluir.

“¿Qué estaba llorando entonces en ese momento?”, me preguntas. Lloraba por el tiempo perdido, por el no darme cuenta y, por lo tanto, por no haber disfrutado de tantos tesoros sencillos que no cuestan dinero. Y lloraba, también, de profunda alegría.

Juan Vera - Artículo articulado - El viaje de la vida - Jorge Milla
 
 

Y paso a mi última solicitud, querido amigo ciclofilósofo, cuando ambos sabemos que la operación a la que te has sometido, entre la pregunta anterior y esta ha salido muy bien. ¿Cuál sería el decálogo de declaraciones existenciales que propones a los viajeros de la vida?

J.M.:— Querido Juan, Esta conversación se ha transformado en un viaje en sí mismo. Como todo viaje, me ha llevado a recorrer paisajes conocidos y a descubrir rincones que no había explorado del todo. Lo he hecho con la mirada de un explorador. 

Ha sido, en cierta forma, un tramo de mi propia travesía, compartido contigo en un diálogo que he sentido cariñoso, sincero y sin mapas predefinidos. 

Y en este momento, mientras te escribo, estoy en otro tramo del viaje, recién intervenido para implantar una prótesis de cadera, que me recuerda que no soy solo movimiento y autonomía. Hoy dependo de mis hermanos, de sus manos extendidas, de su presencia atenta. Se han vuelto extensiones del cuerpo que soy, prolongaciones de mi voluntad para lo cotidiano. Y en esa dependencia, lejos de la fragilidad que temía, encuentro la ternura de los lazos que me sostienen. 

Cuando me preguntas por un decálogo para los viajeros de la vida, no pude evitar mirar hacia atrás y ver los hitos que han marcado mi propio camino. No son reglas ni verdades absolutas, sino pequeñas certezas que he aprendido a sostener con suavidad.

Las comparto, no como mandatos, sino como lo que puedo decir a partir de mi propia experiencia. Sigo sosteniendo que cada viajero escribe su propio decálogo, pero aquí van algunos:

• No tengo un cuerpo, soy un cuerpo. Mi vida ha estado marcada por el movimiento: ciclismo, montaña, largas travesías. Pero el MOGAD me obligó a detenerme y mirar mi cuerpo desde otro lugar: no solo como un vehículo para la acción, sino como una manifestación viva que merece cuidado y escucha.

• La gentileza con uno mismo. Aprendí, quizá demasiado tarde, porque no he sido gentil. No solo es necesario cuidar el cuerpo en términos de resistencia o fortaleza, sino con ternura y compasión. Aprender a darme descanso, a aceptar mis límites sin culpa, ha sido parte del viaje.

• La vulnerabilidad es un puente, no un muro. Siempre que mi cuerpo se quebró, cuando la incertidumbre se hizo más grande que cualquier certeza, he encontrado refugio en los otros. No en la épica de la autosuficiencia, sino en la belleza del cuidado mutuo, en la compañía que no necesita palabras grandiosas para sostenernos.

• No todo es una batalla. Durante mucho tiempo creí que la vida era algo que había que enfrentar, resistir, conquistar. Hoy sé que también es algo que se puede habitar con aceptación pacífica, sin la necesidad de estar en pie de guerra. No somos guerreros.

• La fortaleza también es saber cuándo parar. No siempre se trata de empujar más fuerte, de seguir avanzando sin tregua. A veces, la mayor fortaleza está en hacer una pausa, en reconocer la fatiga, en permitirnos simplemente habitar el presente continuo, cambiante. Los montañistas solemos decir que se requiere más coraje para renunciar a una cumbre que para hollarla.

• La incertidumbre es parte del camino. Si algo me ha enseñado la vida—y en especial la enfermedad—es que no todo tiene explicación ni control. Aprender a caminar sin mapas, a confiar en lo que emerge, ha sido una de las lecciones más difíciles y, a la vez, más valiosas.

• La dignidad no depende de la circunstancia. Mi cuerpo cambió, mi vida cambió, pero lo que me constituye sigue intacto. Aprendí que la dignidad no se mide en capacidades físicas o en logros, sino en la manera en que nos sostenemos a nosotros mismos.

• La espiritualidad puede ser una conversación silenciosa. No soy creyente, pero la fragilidad me llevó a hacer preguntas que antes no me permitía. No busco respuestas definitivas, pero cada día intento vivir con la conciencia de que formo parte de algo más grande que yo. 

• El juego es parte del viaje. Ser un viajero significa muchas veces. Simplemente que hay que jugar, explorar sin otro propósito que el goce. He aprendido que la liviandad también es una forma de sabiduría y una capacidad necesaria para un viajero.

• Asombrarse es un arte. A lo largo del camino, he descubierto que la maravilla está en los detalles: en una conversación inesperada, en la textura de una roca, en la danza del viento en el desierto. Asombrarse es una forma de enriquecer nuestro viaje. 

Querido Juan, esta conversación ha sido una pausa luminosa en mi propio viaje. Me has acompañado con preguntas que abren, con reflexiones que resuenan en mi propia historia. Te agradezco profundamente este tramo compartido, por la hondura de tus palabras y la calidez de tu escucha y te dejo mi última pregunta:

Hemos hablado del viaje, pero todo viajero, en algún momento, encuentra su propio hogar, ya sea un lugar, una idea o una sensación. ¿Dónde o en qué sientes que has encontrado el tuyo?, ¿o aún sientes que vas de regreso a tu Ítaca?

J.V.:— Otra profunda pregunta, Jorge. Sería fácil contestar que siento ambas cosas y cerrar esta conversación metiéndome en la mente de un Ulises apoyado en la baranda de la galera construida en la isla de Calipso para poder llegar a Ítaca, después de haber perdido todas las naves en el camino.

Cerrarla para abrir esa otra conversación interior en la que todo viajero de la vida tiene la certeza de que pocas cosas son completamente ciertas, porque el itinerario transita entre las olas de la impermanencia.

Al terminar de leerte escribí varias palabras en mi cuaderno: “Ítaca es el hogar”, “El niño explorador sale al mundo para buscarlo y buscarse, pero siempre vuelve a casa”, “Salir a la escuela, dice Josep María Esquirol, con la seguridad de que el lugar seguro de la casa espera”. Esas frases me ayudaron a ordenar mi pensamiento y dejar a Ulises a un lado para ser Juan y sentir el latido de mi corazón movido por tus preguntas.

Ya no soy un niño, pero de verdad siento que aún salgo a la escuela en las mañanas. Salgo sin miedo con la seguridad interior de que puedo volver a aquel joven de corazón puro y la misión de leer y escribir, de observar y contar. Ese joven sabe que en esos ires y venires está su sentido y el futuro sosiego de un anciano que verá la muerte llegar sin sobresalto.

Por eso creo también que estoy en el lugar que quiero, sin vértigo por saber que, a pesar de ello, estoy siempre llegando. Mi espacio es el de crear espacios en los que podamos abrirnos a otras maneras de sentir y de pensar, pero, sobre todo, a otras maneras de encontrarnos. Espacios en los que las personas se reconocen y sienten la emoción de estar juntos.

Algo cambió cuando al iniciar uno de mis cursos en la universidad, me salió fácil decir al presentarme: “Me gustaría que antes de que terminen estas clases vosotros (no dije ustedes como se habla en Chile) no me sintáis vuestro profesor, sino vuestro acompañante”.

Sabes que yo hablo en mis charlas de articular, pero en el fondo quiero llegar a ser acompañante de quienes quiero y a quienes sirvo y cuidar a esas personas especiales que acompañan mi vida.

No puedo decir que lo he logrado, pero sé que ese es mi hogar. Conozco la ruta. Confío en que el cuerpo, del que tanto hemos hablado, me acompañe porque, tomando tus palabras, también soy cuerpo, soy espíritu, soy el resultado de aquel profesor de literatura que nunca llegó a ser de la forma en que lo pensaba. Que no llegó a Granada, que no se asomó a recitar a las almenas de su Alhambra, porque el mar es inmenso y los destinos cambian de nombre y de morfología, pero en su interior podemos encontrar el mismo sueño.

Lo más curioso, querido Jorge, es que ese lugar al que regreso estando, se sitúa en el mundo exterior que menos me gusta de todos los que he conocido hasta hoy. Sobre eso si quisiera acercarme a la proa para preguntarle a Ulises.

Gracias, muchas gracias por esta conversación. Yo te invité, pero tú me sigues invitando.

***

Jorge y Juan se despiden con una melancolía anticipada. Ya se han prometido tomarse un café real antes de que se publique esta conversación. Darse un largo abrazo. Emocionarse juntos y si fuera necesario atreverse a subir a un nuevo castell, confiando en que serán sostenidos por aquellos a quienes aman.

 
 

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Incorporar capacidades y desarrollar sensibilidades para propiciar el encuentro.

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