Artículos Articulados

No puede definirse la vida sin la muerte

Coautores de este artículo David Calvo y Juan Vera

David y Juan se conocieron porque alguien lo quiso. Fue en Oviedo, Asturias, en abril del 2019 y lo quiso Juan Miguel García Alonso, un amigo especial de Juan, uno de esos seres que de distintas maneras te acompañan durante toda la vida. Juan Miguel fue también paciente-coachee de David en los últimos meses de su existencia. Es una historia larga y llena de belleza.

Juan estuvo muy cercano a Juan Miguel en los últimos años, le empujó a entrar en el coaching, le mostró Chile, revivieron juntos el pasado emprendedor, cuando Juan Miguel tenía 19 años y Juan 21. Todo tenía el aire de un renacer, pero un día apareció el cáncer y tuvieron que hablar los tres en un círculo estrecho. Llamaron a Julián Riego para que trajera su reiki y fueran cuatro.

Juan Miguel les anunció que había conocido a un médico-coach, que le estaba preparando para el buen morir. Se hizo el silencio. Después organizaron un encuentro en Asturias y le pidieron conocer a David. No fueron fáciles las primeras palabras, pero después de que visitaron la humildad, entre David y Juan se forjó una tierna relación amistosa. 

David Calvo es médico radiólogo, coach en el proceso de cáncer y en el acompañamiento para la muerte. Dirige la Escuela Europea de Líderes y ha aceptado la invitación de Juan para escribir un artículo articulado que, siguiendo las reflexiones de José Ortega y Gasset, han llamado: “No puede definirse la vida sin la muerte”. 

El filósofo español Ortega y Gasset planteaba que de alguna manera vivir es desvivirse, acercarse a la muerte, ir en busca de un abrazo definitivo y último que ojalá esté lleno de sentido. David propone poner interrogaciones a la declaración de Ortega y Gasset y Juan está de acuerdo, y así el título se convierte en una pregunta.

 
 

Juan Vera (J.V):— David, muchas gracias por aceptar este pedido. ¿Puedes contarnos cómo es ese acompañamiento tan profundamente significativo? ¿Tiene algo que ver con “El libro tibetano de los muertos”?

David Calvo (D.C):—Juan, ante todo, muchas gracias por tu ofrecimiento, máxime para tratar un tema tan necesario y escabroso en nuestro tiempo. ¡Qué difícil ver la “realidad” que uno no entiende, hasta que la humildad te abre los ojos!¿Verdad? Eso mismo es lo que creo del tema que nos ocupa: que vemos un conflicto por no sentirnos capaces de armonizar lo que pensamos con lo que sentimos y con la realidad tal y como la percibimos.

El proceso de “bien vivir” la etapa final de la vida, tal y como nos contamos su “final” y a lo que llamamos muerte, se puede afrontar de formas mejores de las que nos enseñamos a vivir. 

El coachee que acude a mí suele venir solo con un miedo claro: “Temo eso que llamamos muerte”. Generalmente, se mezclan sus creencias y las que recibe de quienes le rodean en su entorno. Pero el abordaje del coaching es muy sencillo en la teoría: facilitarle que él mismo encuentre su mejor manera de “vivirlo”; lo que inevitablemente le llevará a preguntarse cómo lo puede vivir en paz. 

Se dará cuenta pronto de que su armonía depende de “saldar cuentas” con la vida. Recordará que tiene heridas abiertas que restañar y se permitirá tomar conciencia de que es el momento que al fin elige para perdonar su pasado, tanto en cuanto a los “otros” ofensores, como al más difícil de perdonar y comprender, que es a sí mismo, a quien más le ha hecho daño.

Porque solo a través del equilibrio interno sobre lo que nos decimos que ha sido nuestra vida podemos encontrar la mejor manera de armonizar lo vivido con los pensamientos que tenemos acerca de lo vivido, y comprender y abrazar el deseo amoroso que sentimos de agradecimiento por vivir lo agradable, comprender lo desagradable y aceptar lo que nosotros decimos que es el final.

Cuando llegamos a estar en paz, todo es más fácil. Solo brota de forma natural, la verdad de nuestro ser: el agradecimiento, el amor y el perdón, con una profunda compasión por todos los que, como nosotros, sufren o han sufrido; y el deseo activo, bondadoso y comprensivo de que deseamos que dejen de sufrir y encontrar ellos mismos su propia paz interior. Ahí es donde más me ayudó el budismo en mí “camino de formación”, aunque no a través del libro que citas, pues lo conozco, pero no lo he leído. 

Los budistas comprenden la compasión, no como la pena, sino como una versión del amor de igual a igual, comprensiva y activa, desde donde construir un camino de retorno a uno mismo, donde nada es externo y comprendes que todo lo que condenes en lo que percibes como un mundo externo incluye la certeza de que la idea de la culpa, la vergüenza y el miedo -en esencia- la inventas tú sobre esa realidad a la que le atribuyes identidad y existencia en tu mente. 

Pero, ¿cómo es que cuando estos clientes encuentran la forma de verlo en paz, tanto su pasado condenado como sus limitaciones y juicios, llegan a la última etapa del proceso de duelo ya descrito por la doctora Elisabeth Kübler-Ross? 

Esa etapa es la aceptación, tanto de que no les gusta -si es el caso- morirse, como de que toman conciencia de que “ya toca”. Y no se hacen roca en el río de su vida, sino que fluyen con la corriente vital que nos armoniza a todos como un único río en el que la vida se comprende al compartirla desde la esencia de lo que somos: amor, ese mismo que, si no lo ponemos nosotros, dejamos de “percibir” y sentir en nuestra experiencia de la vida, con la que entramos en la experiencia del “desamor” a vivir. Y por eso te preguntaría, Juan: ¿Qué utilidad tiene el miedo a la muerte? ¿Para qué confiamos en lo que nuestra mente nos dice acerca del final? ¡Si fuera cierto que no existimos, nada podríamos experimentar: ni lo bueno o lo malo!

J.V:— Gracias, David, por esta reflexión tan prolija, que, por otra parte, me hace revivir tres conversaciones muy profundas, además de las que tuve en mi acompañamiento a Juan Miguel, con tres grandes amigos antes de su muerte. En ellas aparecieron la necesidad de la paz, del perdón, de las conversaciones no tenidas. Recordarlas me emociona. Respiro hondo y sigo.

Tomo tu pregunta y empiezo diciendo que hoy creo que todas las emociones tienen sentido, responden a gatilladores que las impulsan. Claro que algunos de esos estímulos que las producen pueden tener que ver con alguna “realidad” exterior o pueden ser solo la interpretación que nos damos de esa supuesta realidad. Una invención, como tú señalas. Una ficción como plantea el historiador Yuval Harari. 

El miedo puede ser una emoción salvadora o una emoción tóxica. El hecho es que las sentimos y no las pensamos. Nuestro ejercicio es en sí mismo un ejercicio que nos lleva a la razón y me ha gustado mucho que tú, en todo momento, trates de que no sea esta quien conduzca el relato.

Recuerdo mis conversaciones con otro compatriota nuestro, José Ramón Fernández Naves, a quién durante unos años invité a dar clase en Chile. Tampoco hoy José Ramón está con nosotros. Él insistía en que las emociones son verbos y no nombres. Como verbos tienen vida propia y nos conducen a la acción. Escribió una vez el capítulo de un libro publicado en la empresa en la que trabajábamos ambos al que llamó “Geografía de las emociones” y en él se refería a “El valle del miedo”. 

Me gustó mucho esa imagen, porque el valle puede ser un lugar protector, pero también puede llevarnos al temor de que se derrumben sobre nosotros las montañas que lo convierten en valle. 

Hay un miedo protector que responde a nuestro instinto de conservación de la especie y de nuestra propia vida, a la evitación del dolor. Es muy bueno que los niños tengan miedo a meter sus manos en el fuego, porque el fuego es una amenaza real para su piel. Podría, por lo tanto, responderte que existe una teoría de la utilidad del miedo.

Tu pregunta, sin embargo, se refiere a la muerte y en ese caso creo que deberíamos incluir la importancia de la relación con el sentido. Hay un miedo a morir cuando no hay consciencia del propio vivir en plenitud, por corto o largo que haya sido el período de la existencia. Por eso me parece importante tu acompañamiento a que encuentren esa paz, que supongo que solo es posible cuando encontramos el sentido que nuestra vida ha tenido, la gratitud por haberla vivido, el impacto en otras y otros que hemos tenido, aunque sea por haber arrancado la sonrisa de un solo ser humano sobre la tierra.

Cuando Julián Riego y yo fuimos a Gijón a estar con Juan Miguel el mensaje era: hagamos de esta jornada un día inolvidable, llenemos de ternura el día de estos tres hombres tan masculinos que somos. Y al despedirnos y darnos cuenta de que había valido la pena, morir durante la noche no sería ningún drama.

Lo que nuestra mente nos dice acerca del final, como tú planteas en tu pregunta, puede ser muy distinto. A los cincuenta años empecé a pensar en la muerte y me decía a mi mismo que no era el momento. De ninguna forma quería morir. ¡Tenía tantas cosas por hacer!

Pasaron diez años y el día que bajé al quirófano para que me operaran a corazón abierto ya había cumplido los sesenta. Mi pareja me pidió que rezásemos en la mañana, aún sabiendo de mi agnosticismo. Desperté muy temprano y escribí mi propia oración: un canto a la gratitud de haber vivido. Soló sé que me despedí de ella, de mi hermana y mis hijos que habían venido de Madrid con una enorme felicidad. Al despertar doce horas más tarde supe que esa gratitud me acompañaría por siempre. Cambié, por lo tanto, aquello que mi mente me decía sobre el final.

Sí, hablemos del final como parte de la vida. Como amante de la literatura sé que el último capítulo puede ser el más grandioso, el que nos explica la trama o simplemente nos hace sentir esa sublime humildad de la que hablas.

Me cuesta, sin embargo, responder a esa suposición que haces en la última parte de la pregunta: “En el caso de que fuera cierto que no existimos”. No me puedo poner en esa hipótesis. Mis experiencias son reales para mí, mis emociones las siento, mis ideas las pienso. Si disciplinadamente hago el ejercicio de seguir tu frase solo diría, que si fuera un sueño, sería el sueño de alguien y entonces quisiera que ese alguien tuviera su corazón lleno de amor y gratitud.

 
 

Una segunda y última pregunta, David: ¿Puedes traer aquí alguna experiencia reveladora que hayas tenido en este oficio tan profundamente humano de llevar de la mano hasta la última puerta?

D.C: — Sí, Juan, sin duda. En verdad, las ha habido desde mucho antes de dedicarme a la ayuda profesionalmente, tanto en medicina como en el coaching. Si somos honestos, toda la vida es un puro aprendizaje, quizás solo de algo: de un recuerdo. Porque yo sí recuerdo haber aprendido, ya que me gusta estar bien y que no me gusta estar mal. Y, muchas veces, el pensar y re-pensar algunos de mis pensamientos aprendidos (en eso que llamamos educación, y otros “domesticación”) me llevan a sentir y re-sentir sentimientos y emociones que no son agradables. Sí son útiles para saber que no me siento bien, pero no son dulces de vivir y experimentar.

Ese es siempre mi resumen de la vida: deseo estar y vivir bien, en paz, feliz, armónico. Y todo lo que me saque de mi estado de paz, no me gusta. Y, si puedo y sé, intentaré centrar mi atención en lo que sí me gusta, y con eso, apreciarlo, apoyarlo, buscarlo y sostenerlo en mi conciencia con todo mi amor. No hablamos más que de eso: del amor que tenemos o no a nuestra propia vida, a cómo vivimos lo que vivimos desde la perspectiva o historia, como diría un coach ontológico, que nos estamos proporcionando, sea consciente o seamos inconscientes de que así es. 

Y si te das cuenta de cuántas “y” he metido en el párrafo, debo decirte que sí, que ha sido intencional. Porque así es, de hecho, la vida en paz es aquella en la que caben experiencias agradables y no agradables con la conjunción copulativa y no con una expresión condicional. Lo contrario haría que viviera en lucha contra los que no cumplen “las condiciones que le pongo a vivir en paz”. 

El amor verdadero es incondicional y está en la vida para recibirlo, no pueden exigirse condiciones a la paz, o sería un mercadeo, un chantaje o un contrato.

Podríamos, por ejemplo, plantearnos tú y yo, Juan, qué significa Juan Miguel para nosotros, un gran amigo común por su intensidad y tiempo compartido juntos para ti, y por su profundidad y ejemplo para mí. 

Yo podría optar por varias “formas” de vivirlo, y quizás lo recordara con pena, tristeza, impotencia y frustración… por centrar mi vivencia en lo que me produce la lucha contra la vida y el recuerdo de una vida que aprecio. 

Pero, ¿qué ocurriría si me centrase en lo que realmente digo que aprecio de Juan Miguel? ¿Acaso es carencia su recuerdo para mí? ¿Qué valoro de mi relación con él? ¿Eso que es relación realmente está acabada solo porque su cuerpo está finado?

No es así para mí, Juan. Su ejemplo de paz fue para mí absolutamente revelador. Yo sí le acompañé a que él se diera cuenta (insight) de qué era lo que deseaba por encima de todo, pero, ¿quién la encontró? ¿Quién fue así un ejemplo de vida y no de muerte?

Para mí, una vida ejemplar es un ejemplo de cómo vivir, y normalmente los ejemplos se producen cuando algo sustancialmente difícil se resuelve sin conflictos, a través de lo que a veces llamamos soluciones creativas. 

Afrontar la muerte con una solución creativa es para mí encontrar la manera de seguir viviendo esa vida, incluida en esos momentos pre-éxitus que tanta importancia tienen para nosotros, es vivirla de la manera más armoniosa posible; lo que suele incluir librarte de tus conflictos mentales, luchas emocionales y resolver la “historia” que te has dado y que puedes recrear en todo momento -si ya estás convencido de que es lo único que deseas vivir.

Pero, muchas veces la mente se centra en los aspectos de supervivencia, competencia, lucha, miedo y nos pone en un secuestro emocional que poco tiene que ver con eso que decía yo que quería: “Estar bien”. 

Por lo tanto, en esos momentos, la herramienta de mi mente poco me ayuda a vivir, y mucho me está “ayudando” a sufrir y a pre-ocuparme, y con ello a dejar de ocuparme de lo que aprecio y valoro: la vida. ¿Y qué hacer con quien nos traiciona, como en este caso la mente, cuando así lo hace?

Yo he tenido amigos que “me han traicionado”, según el criterio de mi mente y he podido elegir dejar de confiar en ellos cuando he tomado conciencia de que, en algún grado, al igual que las creencias mentales sobre el final de la existencia, me envenenan mi ahora y producen que deje de vivir en paz justo a partir de ese momento. 

Te pregunto ahora Juan: ¿Cómo sería un mundo sin miedo a la vida? ¿Un mundo con amor a vivir de la mejor forma que cada uno se permita proporcionarse?

J.V:— Me llevas con tu pregunta de la muerte a la vida y te agradezco ese tránsito porque es cierto que con frecuencia lo que tenemos es miedo a vivir todo el esplendor de la vida, a la responsabilidad de saber ser felices, a la aceptación de lo que somos, a la renuncia a buscar culpables de aquello que no elegimos. Me llevas a la humildad de sonreír a las cosas más sencillas.

¿Me preguntas cómo sería? Sería un mundo en el que no estaríamos pensando continuamente en defendernos y en encontrar los peligros de vivir por encima del placer y la gratitud por estar vivos. Un mundo con menos territorios excluyentes, menos almenas, menos castillos y más plazas.
Más jardines y menos escudos.

Otro buen amigo mío, Raúl Herrera, coach también, dejó preparado con gran detalle su funeral, las músicas a escuchar, las flores a obsequiar a las mujeres y el poema a recitar. Eligió “En Paz” del poeta modernista mexicano Amado Nervo. 

“Porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales, coseché siempre rosas.”

Mientras hablamos me doy cuenta de que basta profundizar en esa puerta que une el principio y el final de la vida para reconocer el requerimiento de estar en paz. Un requerimiento que se relaciona con el manejo de nuestras expectativas, de nuestra capacidad de elegir y de la responsabilidad de hacerlo.

Si no tuviésemos miedo a la vida estaríamos abiertos a colaborar y a amar sin tantas condiciones, como tú señalabas. Estaríamos más propicios a mirar dentro de nosotros, a reencontrarnos y reconciliarnos. Buscaríamos el centro y no los polos. El centro desde el que todo está más cerca. El miedo nos lleva a alejarnos de todas las supuestas amenazas. La cercanía tiene que ver con el amor.

Nervo termina diciendo:

“Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan solo noches buenas;
y, en cambio, tuve algunas santamente serenas...
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!”

Si no tuviésemos miedo firmaríamos la paz con nosotros mismos y con la vida. Firmar la paz significa salir del espacio destructivo de la guerra. Firmémosla, seamos facilitadores de conversaciones para un mundo en paz. Eso te respondo.



David y Juan saben que el final de una vida, la de Juan Miguel, se ha convertido en un nexo entre ellos, del que están seguros de que cosecharán rosas. Por eso escriben, más ocupados en sembrar que en definir. Por eso deciden dedicar este artículo conversado a Juan Miguel García Alonso, honrando una muerte que estuvo llena de vida.

 

Teoría y experiencia al servicio de firmar nuestra paz

Juan Vera1 Comment