Artículos Articulados

La esperanza que no es espera

Coautores de este artículo Daniel Taroppio y Juan Vera

Daniel y Juan se conocieron en el invierno del 2013. Juan había escuchado hablar del psicólogo argentino, autor de un libro que le llamó la atención: “El vínculo primordial”. Daniel también es el creador de una Escuela de Psicología y Coaching Transpersonal y del método de trabajo corporal Danza Primal. El de aquel invierno fue un grato y conversado encuentro.

Daniel y Juan se han encontrado después en otros espacios. Les une un aprecio personal y la sospecha de coincidir y de probablemente mantener  alguna discrepancia epitelial atenuada por la seguridad de que tras ella siempre está ese todo unificador que es la Vida.

En diciembre, cuando se publicó el Artículo Articulado “Siempre hay motivos para la esperanza” con Elena Espinal, Daniel les escribió: “Gracias Elena y Juan, muy interesante el artículo. Me gustaría incluir en la conversación una mirada, si se quiere, un poco Nietzscheana, en la que no hay futuro, ni sentido, sino la pura permanencia en el presente, pero con una presencia vital, intensa, apasionada, evitando así que la esperanza se vuelva otra trampa más del lenguaje, que nos aliena llevándonos a mundos ilusorios en los que se diluye el tesoro del aquí y ahora. Considero que precisamente en esos mundos, es donde germinan la desesperanza, el aburrimiento y el nihilismo. Pero quién sabe...”

Con tan solo leerlo, Juan quiso que Daniel se incluyera en la conversación y por eso lanzó la primera pregunta.

Juan Vera (J.V):— ¿Daniel, crees realmente que podemos vivir con pasión el presente si no tenemos un atisbo del futuro?

Daniel Taroppio (D.T):—Desde el momento en que nuestra especie desarrolló en su cerebro el lóbulo frontal comenzamos a desplegar una capacidad y dos nociones que han determinado profundamente nuestra relación con lo que podemos llamar el futuro. Esa capacidad es el lenguaje, y las nociones son las de tiempo y espacio como entidades separadas. El lenguaje, esa maravillosa capacidad que en gran medida nos ha convertido en lo que somos en la actualidad, merced a que podemos reflexionar, coordinar acciones y planear, ha devenido también en una vía de escape del momento presente, fundamentalmente de nuestra profundidad orgánica y del contacto con la vida que nos rodea. Apoyado ahora en la virtualidad de la tecnología y en la digitalización de la realidad, el lenguaje puede transformarnos en seres cada vez más disociados, más alienados, más ajenos a nosotros y más y más perdidos en discursos, narrativas y creencias muchas veces infundadas y disfuncionales. Podemos pasar de poseer el lenguaje a ser poseídos por él, como de hecho ocurre casi todo el tiempo.

Por su parte, la capacidad de recordar el pasado y anticipar el futuro nos ha convertido en la especie más poderosa del planeta. Desde el momento en que podemos traer al presente la experiencia pasada, podemos aprender y de esa manera procurar que en el futuro podamos repetir lo que nos causó placer y evitar lo que nos produjo dolor. Pero ocurre que recordar el pasado, sumado al lenguaje, es el origen del resentimiento por las ofensas recibidas y la culpa por el daño ocasionado. La posibilidad de anticipar el futuro es también el origen de la ansiedad y la angustia.

Es dentro de este marco que planteo que la esperanza, en tanto espera de que algo bueno ocurrirá, puede convertirse en un factor de disociación, pues constituye una creencia en algo que no está ocurriendo efectivamente ahora. Y subrayo que puede convertirse, lo que implica que no siempre y necesariamente es así.

Prefiero entonces, en lugar de basarme en la esperanza, asentarme en la confianza entendida como el sentimiento vital, concreto, experiencial de que algo profundamente misterioso y sabio sostiene mi vida aquí y ahora. Y experimentar que ese principio orgánico y consciente que palpita en mí lo hace también en mis semejantes, en los animales, en el reino vegetal y en todo lo que existe. Este sentido de unidad no requiere de creencias ni de esperanzas. Es una realidad que palpita incesantemente en nuestro interior. Es vivir arraigados en la experiencia de eso que tú muy bien denominabas más arriba como: “Ese todo unificador que es la Vida”. Vida con mayúsculas.

El tema es que para experimentarlo es necesario, precisamente, detener el parloteo incesante de la mente, el lenguaje compulsivo que nos posee; pero experimentar ese silencio en el que florece la confianza es todo un arte. Por esta razón a mi libro “Meditación Primordial” lo he subtitulado “El arte de vivir en la presencia”, pues es necesaria una vocación de artista, de amante apasionado de la vida, para recorrer este camino. A lo largo de toda una vida explorando los estados de consciencia en los que esto sucede, he llegado a la conclusión de que la forma más saludable y efectiva de hacerlo es mediante la meditación, pero esto no descarta otros caminos ni incluso simples experiencias en las que ocurre espontáneamente, como es el abrazar a nuestros hijos, hacer el amor o contemplar la naturaleza. Esto de ninguna manera implica caer en un “presentismo”, en negar el valor de los proyectos, de los objetivos, de las metas a mediano y largo plazo. 

La noción del tiempo que se desplegó en la Grecia clásica puede ayudarnos a entender esto. Para los griegos no había un dios del tiempo sino tres dioses muy distintos. Cronos era el dios del tiempo lineal, el tiempo que tiene un inicio y un final. Por eso, se lo representaba devorando permanentemente a sus hijos, los seres humanos. Cronos representa el tiempo que se acaba, y, por lo tanto, el de la angustia existencial. Kairós, por su parte, representaba al instante fugaz, al momento de inspiración, al minuto de fama, a la oportunidad que pasa rápidamente y, si no estamos atentos, se nos escapa. Por eso, se lo ilustraba como un mancebo con alas en los pies y un solo mechón de pelo en la nuca, del cual había que pillarlo rápidamente o se escapaba. Aión, por otro lado, era el dios de la eternidad, o mejor aún, el del sin tiempo. Siendo mucho más benévolo que Cronos, meditar en Aión liberaba a los griegos del apuro y de la angustia por el tiempo que se acaba conectándolos con la eterna circularidad siempre presente. 

En los dominios de Cronos, el dios del tiempo lineal, el devorador que todo lo consume, es muy saludable sentir esperanza, tener proyectos, objetivos, metas, y percibir el tiempo como un transcurrir en el que nos proyectamos hacia objetivos y vamos alcanzando logros. Pero es preciso cuidarnos para no caer en su juego y perder de vista a Kairós, el dios del instante, ese joven con pies alados que pasa súbitamente y, si no estamos atentos, se nos escapa. Sin embargo, la confianza a la que me refiero va aún más allá, pertenece al ámbito de Aión, el dios de la atemporalidad, que es otra forma de denominar al aquí y ahora. Considero que esa confianza es, fundamentalmente, una experiencia orgánica, que si no está profundamente arraigada en el cuerpo, es simplemente otro discurso generador de disociación. Podemos desplegar conversaciones internas e interpersonales que nos ayuden a alcanzar esta experiencia y esto es muy importante y necesario, pero la experiencia en sí es translingüística, trasciende al lenguaje.

Considero que en esta “sociedad del cansancio” en la que vivimos, donde todo es apuro, velocidad, proyección hacia el futuro y búsqueda compulsiva de objetivos con las graves consecuencias que esto trae aparejadas para nuestra salud física, emocional y relacional, experimentar una confianza orgánica que nos vincule experiencialmente con la “unidad de la Vida” constituye una necesidad fundamental.

 
 

Mi pregunta entonces, querido Juan, es la siguiente: ¿Cómo podemos hacer en la práctica para experimentar esa esperanza saludable que nos mueve proactivamente sin convertirla en un escape de la experiencia orgánica del aquí y ahora?

J.V:— Leo tu respuesta y me transporto al comienzo de la primera novela de Marguerite Yourcenar “Alexis y el tratado del inútil combate”, que en realidad es la carta que el personaje, Alexis, le envía a su esposa donde le anuncia: “Esta carta, amiga mía, será muy larga. He leído con frecuencia que las palabras traicionan al pensamiento, pero me parece que las palabras escritas lo traicionan todavía más (…) Yo debería saber, sin embargo, que solo la música permite la coordinación de acordes. Una carta, incluso la más larga, nos obliga a simplificar lo que no debiera simplificarse”. 

Me doy cuenta de que si queremos decir todo lo que compartimos y los matices que necesitamos distinguir superaremos el espacio de un artículo y nuestros editores nos regañarán diciendo que hoy nadie lee tanto.

Quiero en primer lugar subrayar lo que compartimos, querido amigo, y sin duda es ese riesgo que no sé si estamos alcanzando a calibrar de que ahondemos la disociación con nosotros mismos y con los otros, la alienación y ese sentirse perdido en un mundo que no comprendemos. En esto estamos muy de acuerdo.

Comparto también que, como afirma Yuval N. Harari, somos creadores de ficciones, vamos llenando la realidad de nuestras interpretaciones. Alguien que ha estudiado el cerebro humano con la profundidad de Rafael Yuste, el neurobiólogo español que logró que Obama financiara el Proyecto Brain, dijo en una entrevista: “El cerebro se inventa un mundo. Cada uno de nosotros ve un mundo distinto”.

Y antes aún de responder al corazón de tu pregunta necesito volver a la palabra esperanza porque con ella podemos estar refiriéndonos a distintos significados. Probablemente, en una detenida conversación podríamos encontrar que hoy hablamos de esperanza y de confianza como conceptos muy diferentes, cuando tienen profundos niveles de contacto. De hecho, pienso que si entramos en esa conversación se disolverían las supuestas diferencias que podríamos tener. 

Fíjate que en el diccionario de la Real Academia Española (RAE), la lengua materna que ambos hablamos, la primera acepción de confianza es: “Esperanza firme que se tiene de alguien o algo”. Si esa es la primera, significa que podemos estar muy cerca. Es verdad que también confianza se puede considerar en el contexto de una conversación como “la presunción o vana opinión que uno tiene de sí mismo”. Ese es el tercer significado que ofrece la RAE. Es decir, para algunos, la confianza es una predisposición a la auto referencia.

Entonces nuestro diálogo requiere de respondernos: ¿Qué es para ti la confianza? ¿Qué es para mí la esperanza? Y si nos respondemos podemos llegar a sonreír llenos de sorpresa. 

Abogo por la esperanza solo después de haber aceptado que la confianza es un juicio sobre otros y otras que al menos requiere de tres dominios de fundamentación, según la llamada ontología del lenguaje. Como ya he dicho muchas veces prefiero incluir un cuarto juicio de cuidado hacia mí. Y, por lo tanto, requiere de una experiencia, de un pasado o de una intuición que me conecte con los pasados de otros con los que pueda relacionar aquello que comparo. La esperanza, sin embargo, como la estamos planteando con Elena Espinal, no presupone probabilidades de éxito consideradas desde alguna fuente de información que validemos sino de la fuerza de una convicción interior soportada en el deseo profundo de vivir y de ser autores de nuestras vidas y de la sociedad de la que somos parte. Por ese camino abunda, por ejemplo, el político checo Valclav Havel. 

Es cierto que puede haber lecturas que achaquen cierta ingenuidad a ser esperanzado. Me inclino a pensar que Nietzsche lo vería de esta forma, pero la esperanza de la que hablamos está mucho más cerca de esa hermosa frase de tu primera respuesta: “El sentimiento vital, concreto, experiencial de que algo profundamente misterioso y sabio sostiene mi vida aquí y ahora”. De hecho, yo podría definir así a la esperanza en la que creo añadiendo solamente la frase: “... y el futuro que decido cocrear”.

La esperanza considerada como una decisión de actuar, apoyar, articular, sostener puede salvarnos de la angustia y la ansiedad a las que tú te refieres y que ciertamente están relacionadas con las expectativas de que algo pase, muy diferentes a lo que puede ser una apuesta consciente. 

Y hechas estas disquisiciones entro al fondo de tu pregunta de cómo llevar a la práctica una esperanza saludable. Sin duda, lo primero es viviendo profundamente conectados con nosotros y con la vida. Volvamos a Harari, en este caso a su libro “21 lecciones para el siglo XXI”, donde plantea a lo largo de 20 lecciones un panorama lleno de incertidumbres, ficciones y dificultades innumerables para llegar a una sociedad de concordia. Su lección #21 se llama “Meditación” y da un giro para contar el requerimiento vivido en su propia experiencia de encontrar el silencio interior, del contacto profundo con nosotros mismos para poder conectarnos con el mundo con menos sesgos y más abiertos a escuchar sus señales y comprender.

Considero que solo si creemos en nosotros podemos tener esperanza al acostarnos, pero para ello necesitamos confiar en que mañana amanecerá. De lo contrario es posible que en vez de dormir nos dedicáramos a despedirnos de aquellos a quienes queremos o a cerrar los capítulos que nos causen dolor. ¿Cómo sería el aquí y el ahora de un mañana que puede no amanecer?

Apuesto finalmente por la decisión de promover la transformación a través del diálogo y las preguntas que nos abran a él. Esas preguntas tienen que dar preponderancia al mundo en el que queremos vivir por sobre aquellas que buscan determinar quiénes fueron los culpables del mundo en el que no nos gusta vivir. Tienen que promover el vínculo sobre la separación. Repito con frecuencia en mis conferencias que distintos no puede implicar distantes. Una sola vocal marca la diferencia. Bienvenidos a mi vida los distintos ¿Estamos dispuestos a construir cercanía? Y sí, Daniel, esa cercanía es también cercanía de los cuerpos, del abrazo y la asunción de la humanidad de la que somos parte.

 
 

Creo que no nos queda espacio para más de una pregunta y quiero saber: ¿Cómo relacionas lo que estamos hablando con tu Teoría del Vínculo Primordial? Creo que puede permitirnos una reflexión de gran interés.

D.T:— El sentido en el que utilizo la palabra confianza, que no es precisamente el de la real academia, es en el de vivencia inmediata de ese misterio que sostiene nuestra vida, lo que va mucho más allá de confiar en uno mismo o en lo que harán los otros. Considero entonces que la clave es que podemos sostener nuestra búsqueda de bienestar en esa experiencia vital, sensorial, lo que constituye una vivencia orgánica, o podemos hacerlo en imaginar futuros con resultados favorables, lo cual es una experiencia mental y lingüística. Si nos cuidamos de caer en los excesos de cada una, ninguna de estas dos opciones es negativa o desfavorable, y además no son excluyentes. Creo que aquí está nuestro punto de encuentro.

Si vamos mucho más allá de la etimología de la palabra esperanza, y dejamos de lado la espera, que forma parte de su estructura como palabra, procurando concebir una esperanza que se torna acción concreta, aquí y ahora, para construir el futuro, podemos imaginarnos un matrimonio muy fecundo entre el vivenciar y el esperanzar, y entonces mi querido amigo, este intercambio habrá tenido sentido. 

Respecto a tu pregunta, “El Vínculo Primordial” es el título de uno de mis libros en el que desarrollo los principios del modelo Interacciones Primordiales, un intento de comprender la situación de la mujer y el hombre contemporáneos y de brindar herramientas concretas para su superación.

Uno de los conceptos fundamentales de este modelo es que los seres humanos hemos desarrollado una tendencia muy marcada a buscar el bienestar en sistemas de creencias, dogmas, mitos, leyendas, en fin, en narrativas acerca de que lo bueno está por venir en algún futuro y lugar que de hecho aún no existen. Esto no implicaría ningún problema si no fuera porque cuanto más ocupamos nuestra mente con estas actividades lingüísticas menos espacio queda para el contacto vital con el aquí y ahora. De ese modo, en lugar de encontrar el sentido de la vida en la conexión presente y orgánica con todo lo que existe, lo buscamos compulsivamente en tiempos futuros y espacios irreales que solo existen en nuestra mente. 

Tan disfuncional y en algunos casos patológica puede volverse esta tendencia que existen personas e incluso instituciones que proponen encontrar el sentido de la vida en la muerte. Esto es lo que motivó a los kamikazes japoneses y motiva a los hombres bomba talibanes quienes se inmolan con la esperanza de renacer en un mundo donde decenas de vírgenes los estarán esperando.

Hay mucha sabiduría e incluso belleza en abrazar la muerte, de hecho, la existencia como un todo es la síntesis de la danza entre la vida y la muerte, la cual no puede ser negada ni evitada. Pero entre este abrazo y el basar la búsqueda de sentido de la vida en lo que supuestamente hay más allá de la muerte hay una diferencia abismal. El sentido de la vida radica en el mismo vivir, en vivenciar el más grande de los milagros que es el palpitar de la vida en nuestro interior y en los demás, y esto es algo que no se puede experimentar mediante una actividad puramente intelectual. 

En lugar de buscar el sentido de la vida en el más allá, el modelo primordial propone encontrarlo en el más acá, en la intimidad del propio organismo y en el encuentro con nuestros semejantes. El vínculo primordial es precisamente esa profunda sensación de pertenencia y de conexión con la vida como un todo y se basa en la concepción del universo no como una gigantesca máquina inerte y absurda (fuente del nihilismo) sino como un organismo donde lo esencial no es ni la materia ni la energía, sino la información, la sabiduría orgánica que todo lo impregna. 

Lo fundamental en este modelo es que esta conexión no consista en un mero concepto sino en una experiencia vivencial. El coaching primordial, diseñado para trabajar con organizaciones y personas sanas, la psicoterapia primordial, concebida para trabajar en el ámbito de la clínica y la Danza Primal para realizar trabajo corporal con grandes grupos constituyen metodologías empíricas que nos devuelven esa experiencia de arraigo con lo más profundo de nuestro ser orgánico y con la vida como un todo. 

Es por esto que junto con el trabajo lingüístico y corporal, la meditación constituye un elemento fundamental en este modelo pues brinda beneficios científicamente comprobados tanto para nuestra salud física, emocional y relacional como para nuestro desarrollo espiritual. Es precisamente en ese “silencio interior” que tú mencionas, donde el vivenciar y el esperanzar pueden abrazarse para cocrear, desde un presente enraizado,un futuro luminoso.

Y paso a mi última pregunta. Encuentro profunda y bella tu distinción entre lo distinto y lo distante y te agradecería mucho que me cuentes cómo trabajas en tu práctica de coaching para propiciar el acercamiento entre lo que es diferente para convertir las diferencias en un factor de acercamiento en lugar de alejar. Me despido aquí con un fuerte abrazo, querido amigo, y muchas gracias por este enriquecimiento mutuo que me llena de esperanza!

J.V:—Me quedo con el eco de una de tus frases: “Podemos imaginarnos un matrimonio muy fecundo entre el vivenciar y el esperanzar, y entonces mi querido amigo, este intercambio habrá tenido sentido”. Sin duda, Daniel, ya ha tenido sentido. Piensa en el tiempo dedicado por dos hombres maduros como nosotros, con agendas casi siempre llenas, escribiéndose, leyendo lo escrito por el otro, permitiendo que los conceptos tomen su pausa, que los significados desgranen sus puntos de ensamble, descubriendo las diferencias que conviven como animales de distintas especies que pueden habitar la misma selva. Me congratulo por la propia vivencia de escucha que supone.

Tu pregunta me lleva, a su vez, a preguntarme si es coaching lo que hago. En algunos momentos me enredo y me distancio de ciertas posiciones canónicas que no se condicen con el mundo volátil que vivimos. Preferiría hablar de una práctica de acompañamiento en el que las fuentes pueden ser diversas.

En esa práctica lo fundamental es primero distinguir entre lo opuesto y lo distinto. Es más habitual que vivamos con interpretaciones distintas que con interpretaciones opuestas. Ver eso es relevante porque supone en sí mismo la opción de una ampliación del encuadre para que aparezcan las posibilidades de sumar, de mezclar, de entrelazar. Sabemos que al aceptar lo diferente se abre el espacio de la innovación y también que los seres humanos tenemos capacidades innatas para ello.

Escuelas de negociación como la de Harvard centran su metodología ganar-ganar en esta idea: ampliar el marco para que quepan tus ideas y las mías para que desaparezca ese sentido de escasez que puede hacer aparecer nuestra ruindad. Eso sí, y para evitar confusión, antes de que pueda quedar la palabra negociación como asimilable a lo que hago manifiesto rotundamente que no lo es. No incluyo en mi práctica de acompañar la negociación. Cito el modelo de Harvard como un método aceptado para ese tipo de entendimiento ante conflictos que avala la valoración de lo diferente.

Hablo entonces de un acompañamiento que no se plantea negociar o mediar sino generar las condiciones para que se produzca un encuentro cuidadoso en el que sea posible, por ejemplo, darnos cuenta de que tener ideas diferentes no nos sitúa en territorios irreconciliables sino todo lo contrario. Nos permite salir de la limitación que las conversaciones entre los iguales nos termina produciendo, aunque sea muy cómodo tenerlas. Avanzar supone levantarse del sillón y salir voluntariamente del confort.

Ahora bien, ¿qué pasa cuando descubrimos que queremos lo opuesto? Siempre nos queda un maravilloso camino que es el de respirar, poner en suspenso por un momento lo que consideramos que nos hace adversarios, colocar un velo a la escasez y al odio, y permitirnos conocer al otro. 

En mi último artículo “Biolibros de Humanidad” me referí a conversaciones tan difíciles como las que han tenido en muchas partes del mundo familiares de las víctimas del terrorismo con quienes cometieron los asesinatos. Puse el caso de Maixabel Lasa, viuda del que fuera Gobernador de Guipúzcoa, Juan María Jáuregui y sus conversaciones con uno de los etarras que lo asesinó: Ibon Etxezarreta. Y lo traigo de nuevo para señalar que fue posible conversar y que apareciera el perdón y el arrepentimiento. Ambos, aspectos fundamentales en las relaciones humanas.

Años antes, a principios de los 2000, se produjeron las conversaciones entre Jesús Eguiguren, presidente del Partido Socialista de Euskadi y Arnaldo Otegi, un destacado representante de la rama político-militar de ETA implicado en secuestros y actos terroristas. Aquellos fueron encuentros personales que no condujeron a avances inmediatos, pero los analistas del proceso señalan que fueron decisivos para abrir el camino de la paz.

Conocer la historia no necesariamente me lleva a comprender las razones del otro y su comportamiento, pero muchas veces logra atenuar la sed de venganza incluso llegar a identificar cuántos “síes” hay entre la ola de “noes”. No significa renuncia a mis objetivos, pero sí respeto a que podamos tener puntos de vista distintos e incluso a que vivamos frente al otro o la otra y que puedan producirse alternancias decididas por quienes componen la sociedad de la que somos parte. Necesitamos entonces, desde ese momento de comprensión, validar algunas reglas de juego.

En suma, mi bien y el tuyo pueden ser muy diferentes, pero no es irrelevante saber y sentir que hay un bien que el otro o la otra busca. Cuando reconocemos que los otros y las otras se mueven también por principios positivos es más fácil avistarnos en la meseta del encuentro. No es el mal lo que el otro pretende. No es el malo de las películas que obtiene placer del dolor, que quiere que el terror domine el mundo y que desaparezcan los contrarios. Es un otro u otra con puntos de vista e interpretaciones diferentes, incluso legítimamente opuestas. 

El trabajo de articular conversaciones, Daniel, tal y como lo estamos planteando tiene ese propósito. Es abrir un espacio en el que aparezca el diálogo y la poética de un todo compuesto por partes muy diferentes: círculos y cuadrados, ángulos y ondas infinitas. La vivencia del arte y la aparición de las emociones genuinas ayuda a ello. Esa sería mi respuesta.

Y sólo me queda darte las gracias por haber aceptado mi invitación y por permitirme ampliar mi mirada. Todas las conversaciones profundas pueden lograrlo.



Daniel y Juan saben que esta conversación podría durar muchas más horas. Saben que podrían haberse enzarzado en una discusión sobre distinciones y teorías y aprecian que la forma, el tono y el ritmo que han usado les hayan conducido al deseo de volver a tener otra nueva cena en la que hablen de las cosas que les importan en el momento que está viviendo cada uno y experimenten el placer de estar juntos.

 

Un espacio donde la esperanza y la confianza permiten articular diferentes perspectivas.

Juan Vera1 Comment