La empresa como motor social
Artículos Articulados
Coautores de este artículo: Juan Vera y Vanina Greco.
Vanina y Juan se conocen desde hace poco tiempo. Ella es argentina, Juan español y residente en Chile desde hace 31 años. Entre ambos hay una gran cordillera que apenas se distingue cuando hablan. Vanina se matriculó en el programa de Coaching en el poder y la política que Juan dictó en el 2024. Allí se conocieron. Ella fue una participante destacada.
De hecho, aunque sea una redundancia, lo que más destacó Juan fue su participación, es decir la manera de traer preguntas y reflexiones a la sala virtual, que enriquecieron el programa.
Al poco tiempo de terminar, Vanina se enroló en otro programa del portafolio de Juan: La habilidad de Articular. Una disciplina que para Juan es el pilar para el liderazgo en entornos complejos.
Ambos programas crean comunidades de aprendizaje, con sus propios chats y espacios para mantenerse en conexión. En uno de esos espacios Vanina leyó algo que había escrito. La forma de presentarlo impactó en Juan por la claridad y contundencia de su propuesta.
Por eso, en estos momentos en el que la política atraviesa una crisis mundial sin precedentes y todas las miradas se vuelven a buscar alternativas, el rol de la empresa vuelve a tener un potencial de protagonismo. Así también lo vieron hace un par de meses Claudia Raunich y Juan en el Artículo articulado que escribieron. Merece la pena ahondar en sus posibilidades y en las condiciones que se requieren.
Esa convicción ha llevado a Juan a invitar a Vanina para escribir/pensar juntos este artículo y le lanza la primera pregunta:
Juan Vera (J.V.):— Querida Vanina, hablar del bien común tiene muchos matices y abarca también muchos ámbitos. Tú, que te mueves cerca del mundo de las organizaciones, ¿Consideras que pueden convertirse en motores de la búsqueda de ese bien común en este siglo XXI?
Vanina Greco (V.G.):— Querido Juan, sí, creo que las organizaciones pueden no solo convertirse, sino asumir con decisión el rol de motores del bien común en este siglo XXI. Las empresas hoy ya no son sólo unidades productivas: son espacios donde se moldea cultura, donde se ensayan modos de convivencia y donde se influye —conscientemente o no— en la vida emocional, económica y social de miles de personas.
Desde mi experiencia acompañando procesos de cambio cultural, veo que cuando una empresa se reconoce como actor social, algo esencial sucede: se vuelve responsable de la calidad del futuro que crea, no solo del resultado económico que obtiene. Es decir, deja de mirar exclusivamente hacia dentro —sus métricas, sus prioridades, su urgencia operativa— y empieza a ver el impacto que genera hacia fuera: en sus equipos, en sus comunidades y en la sociedad que la sostiene.
Algo que observo una y otra vez es que las organizaciones que prosperan de manera sostenible son aquellas que logran articular propósito y acción diaria. No hablo de discursos inspiradores, sino de prácticas concretas:
• cómo se lidera,
• cómo se decide,
• cómo se conversa,
• cómo se acompaña el error,
• cómo se cuida la salud emocional de las personas,
• cómo se distribuye el poder.
Cuando estas prácticas se alinean con valores orientados al bien común, la empresa se convierte naturalmente en un motor social: impulsa movilidad, promueve aprendizaje, genera ciudadanía y entrena a las personas para habitar la complejidad de manera más madura.
Hoy la sociedad está reclamando nuevos vehículos de confianza. La política está en crisis y, justamente por eso, la empresa se vuelve un territorio fértil para reconstruir tejido social desde lo cotidiano. Creo que estamos ante un momento histórico donde las organizaciones tienen la oportunidad —y la obligación— de ejercer un liderazgo que trascienda lo económico.
Juan, desde tu mirada de tantos años trabajando con líderes en distintos países y culturas, ¿qué condiciones has visto que permiten que una empresa dé ese salto hacia convertirse en un motor de bien común real y no sólo declarativo?
J.V.:— Como ambos sabemos, Vanina, las empresas son entes, conceptos, que afortunadamente tienen detrás a personas, sean sus dueños, sus directivos o quienes trabajan en ellas. Por lo tanto, mi primera respuesta, cuando me preguntas por las condiciones para dar el salto, es que estén dirigidas (bien sea desde la línea y, sobre todo, desde la propiedad) por personas que tengan un alto nivel de conciencia social. Por seres humanos, más que por roles.
Cuando esas personas, a la vez que gestionan, consideran como resultado la mejora de la comunidad en la que operan y el desarrollo de quienes trabajan en ellas, el salto es fácil y entonces se da una suerte de escenario convergente, y es que también los trabajadores quieren pertenecer a ellas y se produce un doble ciclo que puede ser, a la vez, altamente productivo.
Otra condición que puede hacer que esa disposición personal se produzca es cuando los dirigentes no se encierran en sus torres de lujosos marfiles y pisan el terreno, conocen los territorios en los que operan, se acercan a sus clientes reales y se producen vínculos, porque se conocen sus historias. Los números empiezan a tener rostros. Las interacciones se convierten en relaciones y las relaciones en vínculos.
La vinculación, sea cual sea la causa, produce proximidad y desde la proximidad todo cambia. Por ejemplo, puede pasarse de pensar acciones para visibilizarse ante la comunidad de un territorio a apoyar las propias iniciativas que esa comunidad tiene. En el primer caso predomina la intención de mostrarse. Es como una publicidad vestida de interés social. En el segundo se supone colaborar, codo con codo, con aquellos que son nuestro entorno y que pueden ser nuestros clientes, aunque estemos considerándoles colaboradores de un propósito.
Se trata de cambiar la pregunta ¿cuánto queremos vender y conseguir? por ¿cómo lograr el marco en el que todos avancemos en nuestros propósitos? Esa pregunta puede tener la virtud de convertir a los clientes en la doble condición de socios y clientes. Crear el marco en el que todos ganemos supone mantener proyectos de desarrollo que logren que exista una dimensión en la que la relación proveedor-cliente sea secundaria. Cuando eso se consigue, estamos en un escenario muy distinto y, al sentarse en las conversaciones que corresponden a nuestra relación, las actitudes también lo serán.
Desde luego, podemos encontrar otras condiciones más operativas, empezando porque midamos la colaboración. Cuando lo que planteamos en nuestro discurso y lo que medimos no siguen la misma línea de coherencia, entramos en el espacio de las inconsistencias declarativas, que inevitablemente nos llevan a la desconfianza y a pensar más en nuestro bien que en el bien común.
Para terminar, te diría que una empresa se convierte en un actor social cercano cuando deja de mirar la comunidad como un “riesgo” o un “público objetivo”, y empieza a verla como un aliado, un socio, un vecino con el que construir futuro. Convertirse en vecino es esa condición ideal para dejar de ser un extractivo ente invisible.
Mi segunda pregunta, querida Vanina, la dirijo a tu experiencia: ¿puedes contarnos casos de organizaciones que dieron ese salto?, ¿cómo fue?, ¿qué lograron?
V.G.:— Sí, Juan, puedo contarte un caso concreto de una organización que dio ese salto.
Se trata de una empresa argentina del rubro textil, con más de 24 años en el mercado, dedicada a la fabricación de indumentaria para empresas, con la que trabajo desde hace aproximadamente tres años en la construcción de una nueva identidad organizacional. La empresa es liderada por su fundadora, quien además es la propietaria.
¿Cómo comenzó el proceso?
La líder de la empresa —una mujer con una profunda vocación de crecimiento— me convocó inicialmente para mejorar la comunicación interna. Ella ya percibía señales de lo que llamamos “mentalidad de departamento aislado”, donde la responsabilidad de los resultados no deseados siempre parece recaer en otros.
Lo que aún no veía era cómo su propio estilo de liderazgo estaba contribuyendo a reproducir ese patrón. Por eso, el primer paso fue realizar un diagnóstico profundo basado en el modelo de las 7S de McKinsey, que permitió revelar desalineaciones críticas entre estrategia, estructura, sistemas, estilo de liderazgo, habilidades, staff y valores compartidos. Ese análisis dejó en evidencia los nudos que impedían avanzar y nos mostró con precisión qué debía transformarse para habilitar una nueva identidad organizacional.
A partir de ese punto, trazamos el camino a recorrer juntas. Y como vos bien mencionas, Juan, ese “codo a codo” con la comunidad, para mí, comienza primero entre líder y coach: cercanía, vínculo y disposición a atravesar obstáculos.
¿Cómo fue el proceso?
Comenzó con una tarea sencilla de describir, pero profunda en su impacto: acompañar al equipo a observar cómo piensan, cómo se expresan, cómo se escuchan y cómo interactúan.
Descubrieron que conversaban más con sus interpretaciones que con los hechos, y más con sus conclusiones que con los otros miembros del equipo. Esa dinámica generaba soledad, agotamiento y resentimiento.
Y entonces ocurrió un quiebre fundamental. En una conversación, la líder expresó una frase que marcó un antes y un después:
“Me di cuenta de que no tengo una fábrica de ropa, sino un espacio donde desarrollar a las personas.”
Desde ese momento, pasó de “dar órdenes” a construir una red de conversaciones basada en feedback, claridad y responsabilidad compartida. No fue fácil: algunas personas no pudieron sostener el ritmo del cambio y eligieron salir del proceso. Pero la líder mantuvo su compromiso con una visión transformadora:
“Ser una empresa rentable, eficiente y feliz.”
Con el tiempo descubrió que la rentabilidad dependía de la eficiencia, y la eficiencia dependía de que las personas pudieran disfrutar del trabajo… y para eso necesitaban trabajar juntas, no aisladas.
¿Qué lograron?
Los logros más significativos fueron:
Un cambio radical en la calidad de las conversaciones
Hoy las conversaciones difíciles se sostienen con respeto, claridad y foco en los hechos. La semana pasada, por ejemplo, presencié una conversación entre la líder y su reporte directo que fue un modelo de madurez: claridad en lo que se necesitaba, distinción entre hechos y juicios y una confianza explícita en el potencial del colaborador.
Un liderazgo consciente, cercano y humano
La líder sigue apostando a las personas hasta que ellas demuestran lo contrario. Mantiene coherencia entre sus valores, sus decisiones y su presencia cotidiana.
Un equipo más alineado y comprometido
El equipo dejó de operar desde el aislamiento y comenzó a comprender la importancia de “pensar juntos”.
Una visión que deja huella
La empresa está construyendo una identidad donde la rentabilidad es consecuencia de la eficiencia y la eficiencia es consecuencia del bienestar y del sentido compartido.
Sin embargo, Juan, hay algo que atraviesa todos los procesos de transformación que acompaño, y tu frase —esa que escribiste junto a Claudia Raunich hace algunos meses— lo expresa con una claridad que aún hoy me sigue interpelando:
“La prisa por los resultados económicos puede quitar espacio al tiempo del aprendizaje y la transformación de conciencia. Un espacio de oro por el impacto que puede llegar a tener.”
En mi experiencia, esta tensión aparece una y otra vez.
Las organizaciones declaran querer transformarse, hablan de desarrollo humano, de cultura, de propósito…, pero operan bajo un régimen temporal que no siempre permite sostener aquello que dicen desear.
Queremos conciencia, pero al ritmo del KPI.
Queremos profundidad, pero sin alterar el calendario operativo.
Queremos evolución, pero sin pasar por la incomodidad que toda evolución exige.
Y cuando el tiempo interno se acelera, la transformación se vuelve frágil.
Lo veo en múltiples equipos: personas que no logran trascender sus viejos patrones porque la urgencia del negocio no les deja espacio para el aprendizaje, para mirarse, para revisar sus creencias, para ensayar nuevas formas de vincularse.
Por eso, vuelvo una y otra vez a la misma inquietud que me acompaña en cada proceso:
¿Existe una variable capaz de cambiar esta ecuación?
Sabemos que cada persona aprende a su propio ritmo, que la madurez emocional y la comprensión sistémica no obedecen al tiempo lineal del negocio. Y, sin embargo, seguimos esperando que todos puedan atravesar el cambio al mismo tiempo y con la misma velocidad.
Lo que sí he visto —y de manera luminosa en la empresa que mencioné— es que cuando existe un liderazgo consciente, presente, comprometido con algo más grande que los resultados trimestrales, lo imposible empieza a volverse posible.
Aparece otro ritmo, otra calidad de conversación, otra manera de estar juntos.
Surge aire donde antes había presión.
Y ese aire es lo que hace que la transformación se pueda sostener en el tiempo.
Entonces, querido Juan, te dejo esta inquietud para seguir pensando juntos: si el tiempo es un capital social interno tan determinante…
¿Qué tendría que pasar en las organizaciones para que aprendamos a gobernarlo con la misma seriedad con la que gobernamos las finanzas?
J.V.:— La respuesta más honesta que puedo darte es: no sé. Pero sí puedo pensar en alto, atreverme a desafiar el pragmatismo y el desencanto. Pensemos juntos, decías tú.
En tu ejemplo se trata de una mujer que a la vez es dueña y gerente. Si ella cambia su nivel de conciencia, son menos los “poderes” que la presionarán o le impondrán otro camino. Eso es un gran paso individual. Nuestro entorno, sin embargo, valora más los resultados que el bienestar y pasamos por una época en la que el miedo juega un gran papel en la sociedad. El miedo nos hace menos inteligentes y menos humanos.
Cambiar el nivel de conciencia de la sociedad es un trabajo mucho más difícil. Tal vez por eso yo no dejo de pensar en cómo generar un diálogo social transformador, como una condición de partida.
El cortoplacismo es el gran enemigo de nuestro tiempo: queremos todo para ahora. Y el ya, el ahora, no deja mucho tiempo en las agendas para la reflexión.
¿Qué tendría que pasar en las organizaciones?, me preguntas. Desde mi punto de vista, que pensaran más en el futuro, que volviesen a tener una visión más sistémica, la convicción de que son parte de un todo y que ganar puede ser solo la gloria de un momento.
Y para no irme por los “cerros de Úbeda” (expresión de mi querida España) y ser concreto, como tú lo has sido, te resumiría que los factores a abordar son:
El miedo, como ya he dicho antes. El temor pone urgencia. La urgencia genera ansiedad. Necesitamos que algo o alguien nos lo quite cuanto antes. El miedo nos genera necesidades y, para cubrirlas todas, nos alejamos de lo importante.
Necesitamos más sociedad, que implica menos individualismo. El sentido de sociedad es acogedor y esa sociedad que acoge produce tranquilidad. Curiosamente, las redes sociales consiguen lo contrario. Confunden la multiconexión con la creación de relaciones y nos llevan a la falta de sentido de lo social. Estamos solos al otro lado de la pantalla o el teclado, sin ojos a los que mirar, sin piel que sentir. La soledad no se quita con inmediatez, pero ese es el juego: estar ocupados, que la falta de tiempo nos ayude a no reflexionar sobre quiénes somos y qué hemos venido a hacer.
La falta de sociedad nos sitúa en la desconfianza y, en ella, es mejor que todo pase rápido. Cuando confiamos, nos podemos sentar en un café a conversar y disfrutar. El tiempo no es cronómetro: el tiempo de la confianza es vida.
Finalmente, hay un tema relacionado con el saber. Una de las cuatro preguntas esenciales según Emmanuel Kant es ¿Qué puedo saber? Hoy podría haberse formulado como ¿Qué necesito saber? Y el saber es tanto en estos tiempos que no tenemos posibilidades de saberlo todo. No tenemos tiempo en este tiempo. Hay que elegir lo que saber y eso significa renunciar y confiar y no tener miedo. Como ves, todo está interrelacionado.
Convertirse en actor social para las empresas es un desafío de esencialidad que requiere de directivos y dueños con conciencia del planeta, de la sociedad y de la sostenibilidad en el tiempo. Es algo que requiere una nueva educación. Y eso es lento. Por ahora, yo me sentiría contento si, como veo, empieza a aparecer una interpretación empresarial de que no son solo generadores de productos y servicios y acumuladores de riqueza, sino que tienen poder para ser actores para construir más sociedad.
Y te hago una última pregunta, Vanina: ¿cuál debería ser el Balanced ScoreCard (el cuadro de indicadores) de una empresa que colabore en la construcción de una sociedad más humana?
V.G.:— Juan, cuando me preguntas por el Balanced Scorecard de una empresa que quiera colaborar en la construcción de una sociedad más humana, no pienso en crear un modelo nuevo, sino en releer el que ya existe desde otro nivel de conciencia.
Las cuatro perspectivas clásicas siguen estando. Lo que cambia no es la estructura, sino la intención desde la cual se define qué se mide.
En la dimensión financiera, la rentabilidad sigue siendo necesaria, pero deja de ser el único norte. Aparecen indicadores como la sostenibilidad del negocio en el tiempo, la estabilidad del empleo o la inversión en desarrollo humano. El resultado económico deja de ser el fin y pasa a ser la consecuencia de un sistema saludable.
En la perspectiva de clientes, el foco se amplía: ya no se trata solo de satisfacción o fidelización, sino del tipo de vínculo que la empresa construye con su entorno. Clientes, comunidad y territorio empiezan a ser comprendidos como parte de un mismo ecosistema, más cercano a la idea de vecindad que vos traes que a la de “público objetivo”. Desde allí, lo que comienza a medirse es la calidad de esa relación: el nivel de confianza, la continuidad de los vínculos, la colaboración genuina con la comunidad y el impacto positivo percibido en el territorio donde la empresa opera.
En procesos internos, además de eficiencia, se empieza a mirar la calidad de las conversaciones que sostienen esos procesos: cómo se toman decisiones, cómo se gestionan los conflictos, cómo fluye la colaboración entre áreas. Indicadores como cantidad de conversaciones de feedback, resolución efectiva de tensiones o coherencia entre lo que se declara y lo que se practica.
Y en aprendizaje y crecimiento aparece una variable clave: el tiempo. Tiempo destinado a aprender, a reflexionar, a revisar creencias, a desarrollar conciencia y madurez emocional. Horas reales dedicadas a espacios de aprendizaje, liderazgo consciente y desarrollo relacional. Sin ese tiempo, la transformación se vuelve frágil.
Un cuadro de mando, entonces, podría verse así de simple:
Finanzas: rentabilidad sostenible + inversión en personas.
Clientes / Comunidad: calidad del vínculo y confianza construida.
Procesos internos: colaboración real y conversaciones efectivas.
Aprendizaje y crecimiento: tiempo y espacios para desarrollar conciencia.
No se trata de sumar indicadores, sino de darle sentido humano a los que ya existen. Cuando eso ocurre, el Balanced Scorecard deja de ser un tablero de control y se convierte en un mapa del futuro.
Y ahí, Juan, me surge la última pregunta para seguir pensando juntos: ¿cómo acompañamos a los líderes para que se animen a medir lo que realmente importa, aún cuando no siempre sea lo más inmediato ni lo más cómodo?
J.V.:— Gracias, Vanina, aprecio mucho tu respuesta y esa idea de no sumar sino de dar sentido a los que existen me parece poderosa y no es ajena al fondo de tu pregunta.
Acompañar a líderes es una tarea compleja y fascinante. Compleja, porque no se puede acompañar a quien considera que no requiere ser acompañado y muchas veces los líderes consideran que su rol es el de ser guiadores y no acompañados; pero es verdad que cuanto más alto es su nivel de conciencia, más fácil es que perciban la importancia de un espacio en el que no solo eviten la soledad del poder, sino que encuentren a alguien con quien conversar, con quien no exista conflicto de intereses, que les muestre miradas a las que no tienen acceso y preguntas que les interpelen desde la “gentil irreverencia”.
La primera línea para lograr lo que me propones es, precisamente, sacar la conversación de lo inmediato, buscar la forma de entrar en lo que hay detrás de esa inmediatez, conectar con el propósito. Cuando eso se consigue, estamos en una conversación distinta en la que el líder puede llegar a observar todo lo que rodea a la implementación, los aspectos intangibles que no siempre se pueden expresar en indicadores y metas, porque están en un nivel de observación distinto. Y, sobre todo, que aparezcan las personas.
Si logramos que el tiempo se abra y el presente permita mirar el pasado, ¿de dónde venimos?, y el futuro, ¿adónde vamos?, todo resulta más fácil. Incluso puede tener entrada la pregunta ¿por qué estoy aquí y qué huella quiero dejar con mi presencia? El ahora puede dejar de ser presentismo para dejar espacio a la oportunidad de no perder el sentido.
Ese acompañamiento ya se convierte en el otro adjetivo con el que empecé calificándolo: fascinante, porque será posible considerar las emociones y los estados de ánimo de las personas y el valor que tienen para lograr lo que se proponen, manteniendo la humanidad de todos los actores. Entonces será sencillo poner en contacto al líder con sus propios valores y con la sociedad que hay detrás de los mercados, si son ejecutivos privados, o con los proyectos sociales detrás de un programa de gobierno, si son dirigentes públicos. Porque el rol no está separado de la vida.
El alejamiento de la acción acelerada permite la cercanía con el mundo interior en el que habita el auténtico sentido de la acción, y eso hace posible abordar el autoengaño de considerar que es más importante estar en la carrera de Fórmula 1 de una existencia vertiginosa que aportar a los distintos actores de una cadena de valor que, para ser realmente valiosa, debe tener sentido para el conjunto de implicados. Esa es la base del auténtico compromiso, no el de ser ejecutores de tareas. Eso, como tú preguntabas, es lo que realmente importa.
Y solo me queda darte de nuevo las gracias por aceptar mi invitación y mantener la conversación que hemos tenido con una excelente agilidad.
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Juan y Vanina se asoman desde cada lado de la cordillera de los Andes y se dan un abrazo de despedida; caminan por paisajes de altura, por cumbres y senderos. Saben que seguirán coincidiendo en encuentros para mirar al mundo desde ángulos distintos y saben también que pueden consultarse y sugerirse.
En su café imaginario convive el dulce aroma de los capuchinos de vainilla, la acogedora cavidad de las tazas integradoras y el sentido práctico de las cucharas que remueven.
Es hora de que incorpores esta habilidad central para el futuro