¿Adónde van las palabras?
Los suspiros son aire y van al aire. Las lágrimas son agua y van al mar, escribió el poeta sevillano Gustavo Adolfo Bécquer en el siglo XIX. Y yo siempre me pregunté ¿Adónde van las palabras? Porque nunca creí que se las llevara el viento, porque algunas palabras pesan, tienen doble fondo, dan vueltas sobre sí mismas, tienen la capacidad de envolver y de volar.
Cuando alguna vez he pensado en la soledad, no me he visto sin nadie a mi alrededor. Me he imaginado sin palabras. Con los ojos sin brillo porque mi mente está vacía de palabras. A eso temo.
Por eso José Zuleta nunca imaginará lo que sentí cuando hace unos días presentó su Biolibros:Las Huellas y trajo el cuento de Peter H. Reinolds, El coleccionista de palabras. El joven Jerome, buscador de palabras para poder compartir lo que pensaba, para poder tener lenguaje para expresar sus sueños. Aún más, para entender lo que soñaba.
En mi adolescencia yo también creí que las palabras servían para mejorar al mundo y si una se perdía, algo dejaba de pasar, y si una se olvidaba, el mundo se hacía más pequeño.
Las palabras no son inocentes, no se esfuman, quedan en nosotros y cuando nos reencontramos con ellas después de haber sido dichas, nos alegramos, nos entristecemos, nos arrepentimos, nos damos cuenta de algo, porque tienen la virtud de moldear nuestro pensamiento.
Tempranamente quise inventar palabras. Empezó siendo una rebeldía, luego un acto de creatividad, después no sé, fue quizás un recurso para expresar aquello para lo que no tenía lenguaje. A uno de esos amigos necesarios para vivir los primeros años, le llamé el absurdo Miguelino y para definirlo consideré que era esdrújulo. No es que él pronunciara muchas palabras esdrújulas, sino que su hablar era largo y siempre tenía acento. Nos escuchábamos desde la serenidad de cambiar el mundo, él, técnicamente, yo, poéticamente. Todo era enrevesado y gentil al mismo tiempo.
Inventar palabras me sirvió en la edad adulta para ser un gran jugador del juego del diccionario. Ganaba muchas veces, porque la mayor parte de quienes trataban de acertar cuál era la definición correcta de una palabra elegida por uno de los participantes, votaban mi definición, que desde luego era inventada.
Molinos de viento
Escribí que las palabras eran "molinos de viento" porque movían alas invisibles, porque sus aspas generaban energía, porque molían el trigo para hacer la harina que, amasada, nos daba ese pan necesario para cada día.
Fui un conversador con las aspas de los molinos de La Mancha en mis viajes a Montenegro del Prado, que tampoco se llamaba así. Lo que no quiere decir que no lo fuera; ¿qué sabemos de la verdad o el misterio de las cosas y los pueblos?
No recuerdo el momento en que me hablaron de María Moliner, aquella bibliotecaria extraordinaria que cuando yo nací sacaba el tiempo, que no tenía, para iniciar la gigantesca tarea de escribir un nuevo diccionario de la lengua española. De recopilar palabra, tras palabra para darles un significado exacto. Me hice su admirador temprano y pensé en crear mi propio diccionario de palabras inventadas para lograr que pudieran cambiar el destino de un país enfrentado y lleno de dolor.
Un lenguaje nuevo podría generar nuevos hablantes. Eran épocas de querer ser distintos, de querer que los políticos hablaran en verso, dejando a un lado la prosa hostil. Tiempos de lamentar que dos palabras que empiezan por "po" fueran tan distintas, que las músicas de sus sílabas no coincidieran: política y poesía, poder y poesía, posible y poesía.
Quise ser Mario Molino y presentarme a María Moliner como ayudante para incorporar el anexo de palabras que aún no son, pero que pueden ser. La mente es un cofre de palabras, que puede tener un doble fondo.
Sí, hubiera querido conocer a María Moliner. Al final las palabras no siempre significan lo que significan. Alguien honrado puede ser deshonesto. La mentira y las sílabas pueden conjugarse de forma diferente, aunque no sean verbos.
Hoy tengo encima de mi mesa el libro del argentino Andrés Neuman, Hasta que empieza a brillar, que me regaló Angélica. En él cuenta la vida de María Moliner y su pasión por la palabra. Debí haberlo escrito yo, pensé, pero ando preocupado por el sentido común y por el trabajo, cuando en realidad debería estar soñando y haciendo fotos de hojas secas y de escenas inútiles pero llenas de belleza.
Todo esto lo escribo después de escuchar a los candidatos presidenciales que han llegado al balotaje final del país en el que vivo. Después de darme cuenta de que estamos perdidos, que las palabras ya no tienen significado, son máscaras vacías. Los molinos se quedaron hablando con Don Quijote y estamos solos en un desierto en el que no se habla y hace falta una nueva lengua. ¡María, María! Finjo gritar por la ventana, dado que ella no usa WhatsApp y ni siquiera su diccionario se ha digitalizado. Siguen siendo dos tomos en papel con 80.000 palabras. ¿Tendrá eso importancia?
Al final de la vida, todo puede ser un rayo de luz filtrándose por la ventana y una gota resbalando como una lágrima, antes de cerrar definitivamente los ojos.
Programa Articular
Es hora de que incorpores esta habilidad central para el futuro