¿Necesariamente el poder corrompe?

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Una vez más subí a mis redes una pregunta que transita el momento que vivimos y quiero hacerme cargo de las respuestas más significativas que me brindaron. En esta ocasión la pregunta fue ¿Necesariamente el poder corrompe?

La percepción de que aquellos que llegan al poder hacen mal uso de él, traicionan sus promesas o se dejan llevar por otros intereses que no estaban considerados en las declaraciones explícitas o implícitas que plantearon en el proceso de acceder a ese poder, aparece incesantemente en las conversaciones sociales. De hecho, no se vive como una pregunta, sino como una declaración afirmativa. 

Pero, ¿qué es el poder? En mi libro “Articuladores de lo posible” lo defino como la capacidad de que ocurran cosas que sin nuestra presencia no ocurrirían. Es decir, la capacidad de acción sobre la realidad, la influencia para lograr o impedir que algo suceda o no. Desde el poder podemos transformar el mundo, podemos incidir en el destino de comunidades o personas, podemos ser autores de nuestra vida o también podemos enriquecernos y servir exclusivamente a nuestros propios intereses. 

Planteado así, es fácil comprender la natural aspiración a tener y ejercer el poder, y también que sea importante hacerse la pregunta ‘¿El poder para qué?’ antes de hacernos cargo de ejercerlo, de emitir nuestro voto o dar nuestra aquiescencia para empoderar a otro o para analizar nuestros propios juicios sobre el poder. 

Es cierto que no siempre sabemos para qué ejerce el poder quien lo ejerce. Eso puede hablar de la opacidad de las intenciones de quien lo toma o también de la irresponsabilidad con la que nos movemos ante ese poder y otorgamos nuestra representatividad.

Dejemos a un lado durante un momento las intenciones y preguntémonos: ¿Qué ocurre en los seres humanos cuando viven la experiencia de tener poder, de transformar, de lograr seguimiento, de sentirse admirados y valorados hasta límites insospechados? 

La respuesta que indica que “el poder corrompe” asume que la tentación de sentirse por encima del bien y del mal termina convirtiéndose en pecado. Uso las dos palabras tentación y pecado para señalar que no todas las tentaciones terminan convirtiéndonos en pecadores. En ocasiones, la existencia de la tentación resalta la grandeza de aquellos que no caen en ella. Veamos los resultados. 

El 87,5% de quienes respondieron a mi pregunta en las redes sociales dice que el poder no necesariamente corrompe, aunque reconoce la tentación y la caída en ella de muchos de quienes llegan a él. El 12,5% restante opina que el poder frecuentemente corrompe y, en general, distingue que la corrupción está relacionada con la solidez de los valores personales. Aquellos que tienen valores más arraigados y viven conscientemente su preservación son capaces de pasar por posiciones de poder sin sucumbir. 

Analía Varela incluye en su respuesta el siguiente párrafo: “Creo que el poder nos muestra quiénes somos de verdad. Por lo que mi respuesta a la pregunta es: no. Lo que el poder hace, es mostrar cómo somos”. Y en esa misma línea se manifiesta el usuario que aparece como umbrupbacher cuando dice: “Dale poder a una persona y la vas a conocer. Lo que indica mi experiencia es que el poder no corrompe, sos o no corrupto o corruptible, el poder solo lo saca a la luz”. 

Sin embargo, hay quienes consideran que el poder puede enfermar, que la experiencia de vivirlo puede tener los efectos de una droga. Pienso algo, lo digo y ocurre. El endiosamiento puede sobrevenir con la repetición de estos tres verbos: pensar, expresar y logra. 

David Owen autor del libro “En el poder y la enfermedad” describe la enfermedad del poder basándose en la “hybris” de las tragedias griegas: “El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza y empieza a tratar a los demás, simples mortales corrientes, con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa”. 

Desde las investigaciones hechas al respecto, podemos colegir que la experiencia del poder puede llevarnos al narcisismo, a ver nuestro reflejo en todo lo que ocurre a nuestro alrededor, a sentirnos causa y origen. En ese caso, las leyes válidas para los otros no rigen para el narcisista, quienes no piensan como él se constituyen en errados enemigos, y desde esa alteración de la realidad, la corrupción se le hace invisible y considera que merece todo lo que pueda obtener. 

En ese trastorno de la personalidad son cómplices los seguidores, el séquito de alabadores que confirman lo que el poderoso quiere creer. La corrupción, entonces, es el resultado de una relación tóxica alimentada por quienes, a la sombra del poder, quieren obtener también ventajas. Finalmente, como señala Alfredo C. Ángel, “son los valores de la persona o grupo de personas los que determinan el uso corrupto o no corrupto del poder.” 

El poder, por las posibilidades que puede abrir, muestra la capacidad transformadora y creativa del ser humano, pero también puede despertar el lado más mezquino y sombrío. 

Podemos caer en las redes enfermizas de un poder que altere nuestra conciencia o releve la carencia con la que ya accedimos a él; pero también huir del poder, minimizarlo o evitarlo nos aleja de experimentar la mayor grandeza, aquella que se vislumbra cuando se ejerce para el bien social desde la mente abierta a la entrega y el corazón generoso y abundante.

¿Necesariamente el poder corrompe? Mi respuesta es también ¡No! Los signos de admiración son mi homenaje a quienes lo ejercen con humildad, responsabilidad y honestamente.


Juan VeraComentario