El sentido en busca del ser
Los seres humanos necesitamos íntimamente sentir que lo que hacemos tiene valor, sirve para algo, deja una huella y que alguien se beneficia de nuestro mero pasar por la vida. Incluso, el sufrimiento puede tener un significado. Pero, para descubrirlo, precisamos articularnos interiormente.
Aprender del sufrimiento
En 1946, Victor Frankl, el psiquiatra austriaco fundador de la logoterapia, escribió su libro El hombre en busca de sentido. En él narró los sufrimientos que atravesó en los campos de concentración de Dachau y Auschwitz, además de contar cómo pudo superar el riesgo de la autodestrucción. Lo logró al centrarse en el sentido que podría tener ese sufrimiento.
Sufrir no es deseable, y puede parecer inútil esforzarse, pero si con nuestro esfuerzo generamos un cambio en nuestra propia existencia. Estaremos contribuyendo al proceso de construirnos, de aprender y de avanzar en el encuentro de nuestro Ser.
Claramente, como podrán darse cuenta, el título de este artículo juega con el del gran libro de Frankl que leí hace muchos años, descubriendo que había nacido en Viena unos días después de que mi padre naciera en Almería y que había sido prisionero tres años después de que mi padre entrara en las cárceles franquistas. Esas coincidencias marcaron mi lectura y me llevan hoy a proponer la posibilidad del juego circular de quién encuentra a quién.
El lenguaje, que nos permite el pensamiento y que nos lleva a la experiencia del sufrir, nos conduce a tomar la responsabilidad del sentido. Sí, la vida merece la pena ser vivida cuando tiene sentido. En palabras de Rafael Echeverría, “Nosotros (se refiere a los seres humanos) requerimos ser capaces de generar el juicio, sin el cual la vida se nos va de las manos”.
Por eso nosotros, los sapiens, tomamos la decisión de vivir cuando hemos encontrado una razón por la que merece la pena la existencia, a pesar de las incertidumbres, de los obstáculos, del dolor y de los fracasos. Finalmente, el fracaso no es más que un juicio sobre lo que todavía no hemos logrado.
Articularnos interiormente
Dado que vivimos en tiempos de desconexión de nosotros mismos, rodeados de tantos estímulos distractores y de tanta ambigüedad, nos es difícil estar presentes en lo que hacemos.
Nos cuesta encontrarnos con los otros porque tampoco nos encontramos a nosotros, porque escenificar la vida es diferente de vivirla.
En la escenificación, perdemos la fuerza del amor, fingimos atención y lo claro se convierte en borroso, pasando desapercibido.
Por ello, en el desarrollo de la teoría de la articulación, el primer requerimiento es articularnos interiormente, unir la experiencia de estar vivos con un propósito que le dé sentido a nuestra experiencia. Cuando lo logramos, podemos convocar a otros, a muchos, a una multitud.
Podemos generar espacios seguros, en los que las diferencias no sean motivo de exclusión ni de que surja la violencia en ninguna de sus manifestaciones. El encuentro es un lugar para coincidir, un lugar para un diálogo del que surjan causas.
Los propósitos emergen de los quiebres
Las causas, en alguna forma, existen antes de que las veamos. Esta es una declaración que necesita ser precisada: existen situaciones que nos revelan insuficiencias, brechas, quiebres, áridos desiertos vacíos que se convierten en causas para nosotros, cuando los observamos mirándolos atentamente.
En ese momento de claridad, emergen como propósitos porque se produce una perfecta conexión entre la ausencia que revelan los quiebres y el corazón profundo de nuestro ser, porque vinculan necesidades hondamente sentidas con nuestra capacidad de aportar, de servir y de aspirar al bien, persiguiendo la grandeza.
Desde este punto de vista, el sentido o la posibilidad de ese sentido se encuentra en la vida misma, forma parte del mundo latente que puede ser construido. Un día cualquiera esas causas nos encuentran con el corazón, los ojos y los oídos abiertos y en ese momento el esfuerzo, el sufrimiento aceptado, el desvelo, la posibilidad de la entrega surgen generosamente.
El sentido nos encuentra mirando el amanecer o el atardecer. La edad del día no cuenta. Nos encuentra porque estamos presentes y porque el sentido, para serlo, está en la permanente búsqueda del Ser.