Juan Vera

View Original

Una extrema forma de violencia

Your browser doesn't support HTML5 audio

Escuchar: Una extrema forma de violencia Juan Vera

Refiriéndose a no poner nombre a las personas, el filósofo Josep María Esquirol dice en su libro Humano, más humano (2021): “No hay mejor revelación del humano que la del nombre (…) por eso no querer dar nombre a un niño constituiría una forma extrema de la violencia”.

No nombrar es invisibilizar, uno de los riesgos profundos de la sociedad en la que nos estamos adentrando. Ciertamente, la invisibilización ha existido siempre en las sociedades como un acto consciente de exclusión, de desvalorización de la categoría humana. Los no ciudadanos, los esclavos en su forma más violenta, los olvidados. Los que no tienen nombre, sean niños o adultos.

El movimiento creciente de los derechos humanos no ha sido capaz de eliminar ese rasgo de no ver porque no miramos, porque no consideramos, porque dejamos fuera. A ese rasgo hoy debemos agregar el vacío que se crea en una sociedad que va dejando de necesitar empleados, que el trabajo como camino posible para constituir identidad va quedando reducido o direccionado al “emprendimiento”.

Pongo el entrecomillado para poder abrir la pregunta: ¿Hablamos de un emprendimiento consciente y elegido o del subterfugio de las plataformas para eliminar una posible relación que generaba vínculos de identidad?

Las consecuencias de invisibilizar

La invisibilidad como toda violencia produce violencia. El estallido social de Chile fue una muestra reciente, como tantos otros que siguen apareciendo cuando personas y grupos sociales se sienten excluidos de la sociedad de la que quieren ser parte.

Hablamos frecuentemente de la no pertenencia de los jóvenes. De la no pertenencia de quienes vienen de culturas diferentes. Ante eso una pregunta para hacernos es: ¿A qué les estamos convocando? Porque para convocar debemos usar el nombre, debemos hacer la llamada. No hacerlo supone pretender la heroica decisión de los otros de subir la escarpada escalera hacia un lugar cuyas reglas desconocen, al que no han sido llamados y para el que deben superar pruebas que quienes ya pertenecen no tuvieron que superar.

Ante realidades así muchos guardamos silencio. No somos quienes hemos puesto los obstáculos. Puede ser cierto, pero guardamos silencio.

Silencio que no es silencio

Y al pronunciar la palabra “silencio”, que guardo en el cajón de lo significativo, me recorre un escalofrío. ¿Tendrán todas las palabras su lado oscuro?

¿Es el mismo silencio el que nos llena de serena paz para llegar a escuchar nuestra respiración y el que guardamos para no expresar las coherencias de nuestro pensamiento?

¿El silencio que apaga mis juicios para dejar que sienta mi corazón es el mismo que apaga mi voz para no denunciar el mal que veo aunque no sea el responsable directo de él?

¿Hay un silencio interior y un silencio externo o nos autoengañamos, poniendo una venda en nuestros oídos y nuestra boca?

El silencio es la ausencia de sonido, pero tiene sonoridad en la medida en que comunica, en el que no son indiferentes sus consecuencias, en el que puede producir soledad, rabia, injusticia y más violencia para alimentar una espiral infinita.

Pongámosle nombre a ese silencio. Y otra vez me viene a la memoria el poema del monje vietnamita Thich Nhan Hann Llámame por mis verdaderos nombres que concluye:

Por favor, llámame por mis verdaderos nombres
para que pueda despertar
y quede abierta la puerta de mi corazón,
la puerta de la compasión.