¿Para qué y cómo educar?
Una conversación imaginaria con Javier Martínez Aldanondo
Una de las grandes pérdidas del 2020 fue la muerte de Ken Robinson, el experto británico en educación que posicionó mundialmente la idea de que todos los niños nacen con el talento suficiente para crear y desarrollar posibilidades grandiosas, pero los sistemas educativos terminan despojándolos de su creatividad para adaptarlos a un mundo predeterminado en el que conviene ser adecuado.
Ken Robinson nació en Liverpool el mismo año que yo y vino a decirnos que ese mundo “adecuado” se estaba extinguiendo y, dicho de otro modo, que las escuelas formaban para un escenario inexistente. Cada vez tenemos más argumentos para considerar certera la teoría que sostuvo.
Como en muchos otros casos la pregunta de partida es, ¿para qué hacemos lo que hacemos? ¿Qué propósito nos guía?
La educación es un tema que siempre me ha conmovido y uso deliberadamente el término conmover porque aprender y ver aprender me parece un fenómeno de desbordante magia y de un poder inconmensurable. La educación parte siempre de esta pregunta: ¿para qué aprender? O, tal vez, los principales problemas de nuestros tiempos surjan de que esta pregunta está ausente y los sistemas educativos no se abren a la interrogante de, ¿para qué enseñar en este instante en que vivimos?
¿Aprendemos para trabajar? ¿Aprendemos para ser humanos, para ser felices? ¿Aprendemos para comprender y seguir aprendiendo? Desde hace muchos años, al hablar de la gestión del cambio, en mis talleres empezaba por citar el supuesto enfrentamiento entre Heráclito y Parménides, entre el logos común y el intelecto estable. Mi posición siempre fue heraclitea, considerando que el cambio es la variable de ajuste de la permanencia, de permanecer vivos y capaces.
El permanente cambio de las aguas del río nos permite tener la percepción de la estabilidad del río.
En la vida, la variable de ajuste del cambio, es decir, lo que nos permite ese permanente cambiar es el aprendizaje.
De ahí que en este escenario de vivir en el vértigo no parece tener sentido tratar de aprender otra cosa que no sea aprender a vivir de nuevo, aprender a aprender.
¿Qué es aprender en el mundo de hoy?
En una reciente conversación con Irene Torres sobre este tema, ella llamaba ‘armonía del vivir’ a esta capacidad de que las notas de la música de la vida se sucedan cambiando, para dar lugar a una experiencia de belleza. En esa sucesión puede producirse la recreación permanente. ¿Qué necesitamos conservar para ello? La conexión interior que nos permita estar atentos y esa es una disposición que se encuentra seriamente amenazada en este siglo de lo inmediato y la hiperconexión.
Aprender para trabajar cuando no tenemos la menor idea de qué trabajos existirán en el futuro resulta una respuesta sin sentido y eso es algo que las escuelas y las organizaciones deberían considerar. De esto quiero hablar y para eso debo presentar a Javier Martínez Aldanondo, otro español afincado en Chile, al que conocí hace muchos años cuando se instalaba en Catenaria, y con quien nos hicimos irremediablemente amigos.
Javier envía cada mes una newsletter sobre su pasión, que es también la educación. Yo leo esas columnas y les hago preguntas, como una forma de hablar conmigo mismo. Hace meses pensé que esa conversación real -y a la vez imaginaria- que ocurría dentro de mí merecía algún espacio de visibilidad. Este es el objetivo de las siguientes líneas.
- Javier, ya sabes lo que opino de esta dicotomía entre “saber” y “reconocer” que el futuro se encuentra en el espacio de lo que no sabemos. Tú eres un experto en el aprendizaje organizacional y en una de tus columnas decías textualmente, “La terca realidad, cambiante e impredecible lleva tiempo jugando con nosotros y demostrándonos que no importa lo mucho que sepamos del pasado porque no basta para resolver los problemas que nos plantea. Nos obliga a aprender. El peligro es que para enfrentar lo desconocido solo tenemos el viejo conocimiento de siempre”.
Al leerte, yo anoté en mi famoso cuaderno negro, el de las ideas, “¿Y hay alguna forma de liberarnos de ese conocimiento de siempre y aprender de nuevo? ¿Requerimos una nueva inteligencia?”. También pienso como tú en que aprender del futuro es más importante que aprender del pasado, por eso me interesa tanto Otto Scharmer, el autor de la Teoría U, pensada desde la escucha del futuro que emerge. ¿Y eso cómo se hace? ¿qué requerimos?
- Juan, yo te diría que hay cinco ingredientes fundamentales:
Abriéndonos a nuevas preguntas.
Dedicando tiempo, valorando los errores.
Aprendiendo a desaprender.
Dándole un valor central a la colaboración.
Desarrollando un nuevo liderazgo.
En este largo paréntesis de pandemia hemos tenido tiempo y, sin duda, ha sido un tiempo de hacerse preguntas, de reflexionar sobre los errores cometidos a nivel global. Ha sido un tiempo que nos ha llamado a la solidaridad y a la colaboración, que ha enfrentado valores que pensábamos que no se confrontaban entre sí, obligándonos a optar. Un tiempo que ha hecho notar que requerimos un nuevo liderazgo.
- En ese paréntesis, tú escribiste una columna a la que titulaste, “No quiero que mis hijos vuelvan al colegio”, que a mí me impresionó especialmente y te escribí para decírtelo. Tu tesis era que no tenemos un propósito común para la educación... ¿Qué quisiste decir?
- Que estamos desaprovechando una gran oportunidad para que nuestros hijos vivan una experiencia de aprendizaje auténtica gracias al Covid. En su lugar, la reacción de todo el sistema educativo, padres incluidos, ha sido continuar con el programa previsto: obsesión por seguir enseñando materias, presión a profesores y niños para mantener el ritmo normal de clases, tareas, deberes.
Parece que es necesario justificar el dinero que se cobra a los padres. Nadie pensó en guardar los libros y el currículum en un cajón y aprovechar la pandemia para aprender de la infinita oferta de situaciones que suceden a diario: sobre salud, historia (de pandemias previas), del frenazo de la economía, del medio ambiente, del rol de la tecnología, de relaciones humanas, de biología, de matemáticas, del futuro de los negocios, de política, de emociones… Aprender sobre preguntas para las que no tenemos respuesta porque necesitamos niños que aprendan y no que sepan.
Es justo el momento de aprender y no de enseñar.
Hablo de una experiencia de aprendizaje sobre la vida de verdad -lo que en realidad importa- y no del mundo artificial que les presentamos en el colegio. Y, sobre todo, se trata de aprender del futuro que les va a quedar a ellos. Lástima…
¿Qué deberían aprender los jóvenes en la escuela?
- Lo último que has dicho supone el juicio de que lo que esos niños y jóvenes hacen en los colegios no tiene que ver con el aprendizaje que el futuro necesita. ¿Qué es, entonces, lo que deberían obtener de su paso por la escuela?
- En mi opinión, son cuatro grandes objetivos:
Que cada uno de ellos y ellas entienda cómo funciona el mundo y sepa cómo desenvolverse con soltura en él.
Que cada uno y cada una se conozca a sí mismo y a sí misma y vea que, para eso, debe interrogarse sobre lo que verdaderamente quiere ser y hacer, y así salir con un plan de vida aunque después lo cambie 1.000 veces.
Que sea capaz de relacionarse con otros y desarrollar el instinto de comunidad, de pertenecer a un nosotros al que debe contribuir.
Que sea experta o experto en aprender, consciente de que su vida depende de diseñar su propio proceso de aprendizaje.
Hoy, los jóvenes (y los adultos) no saben cómo se aprende. Ante un futuro incierto, la habilidad más importante es aprender y la primera pregunta es decidir qué aprender. Solo puedes responder esta pregunta si tienes claro lo que te mueve, tu propósito. Saber muchas cosas y sacar buenas notas no es educación. Incorporar ideas, teorías y conceptos de otros y no desarrollar tu pensamiento propio a partir de tu experiencia directa y la reflexión no es educación.
- ¿Y qué deberían aprender en este escenario ambiguo y vertiginoso?
- Cuando el cambio continuo hace que el conocimiento caduque rápidamente, crear conocimiento se vuelve más importante que usar el que tenemos. Pasaremos de transmitir lo que ya existe a aprender a crear nuevo conocimiento para abordar problemas inesperados, como el Covid. Y eso solo es posible cultivando las capacidades innatas que vienen con cada ser humano:
Reflexión.
Empatía.
Proactividad.
Actitud.
Imaginación.
Creatividad.
Resiliencia.
Flexibilidad.
Cuanto menos podemos predecir el futuro, más necesitamos esas capacidades. Pero, convertir esas capacidades en habilidades exige practicarlas de manera sistemática y rigurosa, un sacrificio que cada uno decide si quiere realizar. Lo curioso es que no descubrimos nada nuevo. Son las habilidades y valores de toda la vida las que sacrificamos para dar preferencia a los conocimientos técnicos y fáciles de evaluar. Las personas que nos condujeron a las crisis durante el último siglo no tenían carencias matemáticas sino un grave déficit de ética y valores.
Produciendo un nuevo aprendizaje
- Los años que trabajé como coach en la Agencia de la Calidad de la Educación de Chile escuché varias veces hacer análisis similares. Ellos hablaban de las habilidades del siglo XXI haciendo hincapié en la colaboración y, también, de lo difícil que era apartar a los profesores y al sistema completo de las certezas que habían constituido su forma de entender su profesión. Más de una vez usé a Ronald Heifetz y el énfasis que planteaba en su teoría del liderazgo sobre la importancia de confiar en sí mismo y en la vida para poder soltar las verdades conocidas y aventurarse a lo desconocido.
Desde tu experiencia, ¿cómo es posible producir ese nuevo aprendizaje?
- ¿Qué nos dice de la educación el hecho de que un robot que no sabe leer ni entiende lo que hace obtenga mejores resultados que los estudiantes en las pruebas de acceso a la universidad?
Aprender es consecuencia de pensar. Lo más importante que puede hacer un joven es pensar. ¿En qué piensan los niños en el aula? ¿Les enseñamos a pensar? No te confundas, que tengas un título no significa que sepas pensar.
¿No es raro que todo se aprenda sentado? Aristóteles afirmaba, "Lo que tenemos que aprender lo aprendemos haciendo" y en el aula no se “hace” casi nada. Los estudiantes ejercitan mucho más su cerebro mientras duermen que en el aula. Escuchar a un profesor, memorizar contenidos o aprobar un examen no son sinónimos de aprender. No es lo mismo entender algo que saber hacerlo.
Si la educación debe prepararte para la vida, entonces se tiene que asegurar de que desarrolles conocimiento entendido como la capacidad de decidir y actuar y no solo de saber.
Yo puedo comprender cómo se cocina un plato, cómo se anda en bicicleta o se lidera un equipo, pero eso no significa que sepa hacerlo. Existe una distancia sideral entre saber cómo se hace algo y saber hacerlo y esa brecha solo se cubre practicando, equivocándose y reflexionando para corregir. Si el conocimiento te permite hacer, en el proceso de aprendizaje primero debe ir la práctica y después la teoría. La respuesta nunca puede llegar antes de que te hayas hecho la pregunta.
¿Cuándo educar?
- Lo que planteas me hace trasladarme del qué al cómo y me lleva a la idea de que tampoco es tan evidente el cuándo. ¿Aprendemos más en una etapa de la vida que en otra? En algún momento, tuve la idea de que cuando estábamos más vacíos podíamos tener más capacidad de llenarnos. Hoy, cuando siento que periódicamente debemos “vaciarnos”, me voy quedando con la idea de que no es tan evidente que podamos hablar de una etapa. ¿Cuándo aprendemos?
El aprendizaje ocurre cuando alguien quiere aprender y no cuando alguien quiere enseñar. Ese simple hecho explica por qué es imposible que nuestro modelo funcione. Todo el sistema educativo fue diseñado justo al revés: está construido sobre la base de que lo que hay que aprender y cuándo aprenderlo ya está decidido.
A nadie le importa lo que le interesa a cada individuo y cuando ignoramos los principios que guían el aprendizaje natural, lo que cosechamos es un gigantesco simulacro en el que millones de niños obedecen instrucciones, representan el papel al que están obligados y aparentan aprender.
¿Por qué existe una etapa de la vida para aprender, un paréntesis artificial que te fuerza a acudir todos los días al mismo lugar, con horarios y programas preestablecidos?
La inversión pública en educación casi desaparece una vez que las personas cumplen 17 años. El mensaje que te entrega la sociedad es nítido: “Aprender no es un bien importante, así que a partir de aquí corre por tu cuenta, arréglatelas como puedas”. Sin embargo, toda la vida es educación y por eso es vital saber aprender. Tu vida depende de tu capacidad de aprender. No hay nada más importante para un país que contar con ciudadanos bien educados.
La decisión es obvia: ¿Apostamos por ser analfabetos o priorizamos el aprendizaje?
Las personas aprendemos todo el tiempo, la mente siempre está funcionando. Ahora bien, tenemos que aceptar una premisa esencial: el conocimiento se adquiere cuando se necesita y ese cuándo lo decide cada persona.
Mi conversación imaginaria con Javier Martínez Aldanondo podría llenar varias páginas más y coincidir/concluir en que separar la educación de la vida y convertirla en un negocio se ha convertido en un gran lastre, puesto que podemos ver cómo aprendemos para trabajar y no para ser humanos.
Debiéramos aprender para habitar armoniosamente un mundo más justo, inclusivo y sustentable. Ojalá el paréntesis de la pandemia (expreso aquí mi optimismo) solo tenga lugar porque nos ha permitido reflexionar y darnos cuenta de que tenemos que desmantelar una forma de entender la educación, entre otras varias cosas, y no porque tras él regresemos a lo que se ha venido a llamar “la normalidad”.
Era en esa normalidad en la que Ken Robinson consideraba que la educación adecuada para sostener el sistema social imperante amputaba tempranamente en los niños y jóvenes una capacidad esencial como es la de “soñar” y “diseñar” lo inexistente.
Tal vez, la educación del futuro tenga que pensarse para generar “disoñadores” de otra forma de vivir.