Origen y futuro: articular la política

Ha llegado en esta tarde fría y lluviosa. Ha llegado empapada y sucia de barro hostil. Mañana amanecerá un nuevo día con la cordillera nevada y será la imagen de una ciudad reluciente, pero ella se quedará frente a la estufa entre escalofríos y estornudos. Presiento que no quiere hablar hoy y que trae un desaliento enredado en sus huesos. La dejé junto a la biblioteca y sé que miró de reojo el último libro que he abierto: “La revolución reflexiva. Una invitación a crear un futuro de colaboración” de Humbero Maturana y Ximena Dávila. Le ofrecí un café, pero no quiere nada. “Déjame a solas un momento”, me dijo. Salí de la habitación y conmigo ha venido el halo de su tristeza. Es la política y está maltrecha. 

La llamé para tener una entrevista. Nunca es un buen momento, lo sé. Siempre suele estar demandada y urgida. Sin embargo, es claro que muchos tenemos que hablarle para que saque y se pronuncie. Quiero leerle un párrafo de mi libro “Articuladores de lo posible”. Uno sobre el quiebre profundo que genera el olvido del origen:

«Es un camino que implica llevar (al coachee político) a través de preguntas al momento en que surgió su vocación de servicio, a los sueños, la visión y la inspiración que le motivó a emprender una determinada carrera para tener el poder que le permitiera ser alguien capaz de influir en el mundo ¿Cuál fue el punto de ignición de ese incendio interior afortunado? Mirar de nuevo ese instante nos pone en contacto con lo que fuimos: volver al olor y al sabor de un tiempo en que creíamos en nosotros y en la vida».

La política surge de la necesidad de cultivar un vivir juntos. Nace ante el riesgo de la ceguera, de la amenaza, el miedo de no querernos y de no ser humanos. Emerge para encontrarnos en un espacio de convivencia para evitar el desamparo y dar protección. Viene de cuando la pequeña comunidad en la que nos conocemos se hace barrio, pueblo, ciudad, nación y mundo poblado. Y allí requerimos no hacernos daño porque queremos concordia. 

Ser humanos implica vivir con corazón y no sin él.

 
 

Sobre la palma de mi lengua

La política surge del corazón. Busca normas para no herirnos, respetarnos e impartir justicia. Sin embargo, no son solo normas y códigos. No son números sino palabras, incluso abrazos. Crece en el roce con los otros y de la necesidad de un orden humano donde nos diferenciarnos de las fieras. Habita en el crecimiento, la conexión y las relaciones. Es una multitud que quiere reunirse a festejar y construir puentes y regresar sonrientes a sus casas.

De esto quiero hablarle a la política: de no desencantarse, de volver al tiempo remoto en el que quisimos importarnos, cuando fuimos siendo más y deseamos vivir juntos. Regresar a ese momento en el que nos dimos cuenta de que podíamos ser comunidad. Maturana y Dávila lo explican en su libro “La revolución reflexiva. Una invitación a crear un futuro de colaboración”:

«No nos hemos dado cuenta de que lo que hacemos o dejamos de hacer afecta el vivir de otros seres humanos y el nuestro, como el de otros seres vivos a veces generando daño o a veces acogiéndolos. Los seres humanos vivimos separados por fronteras, posiciones socioeconómicas, color de piel y fundamentados siempre en teorías o ideologías que lo justifican y que utilizamos para poner distancia entre unos y otros. Todo eso resulta en la negación del dejar aparecer al otro, a la otra y a nosotros mismos».

 
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Y de la noche hizo luz 

Me sentaré frente a la política tras la lluvia inclemente y generosa, para preguntarle por su origen, por el momento en el que un yo y un tú se dieron cuenta de que podían ser un nosotros. La interrogaré sobre ese plural que seguiría creciendo y cómo esa realidad dinámica requeriría de respeto, compromisos e intenciones de paz. Le consultaré por el instante en que alguien pronunció su nombre como forma de articular un colectivo en ascenso, la diversidad legítima, el encuentro y el posible desencuentro. La política.

Le diré que más que sentirse derrotada se alegre del desafío que tiene por delante. Necesita que quienes usen su nombre lo hagan desde el fondo más generoso de su interior. Tal vez las personas que no nos llamamos políticos, pero que vivimos en contextos que inevitablemente lo son, podamos contribuir en articular conversaciones que colaboren a reconocer el motivo esencial de su nacimiento.

Quizás podamos colaborar a la llegada a ese espacio interno desde el que observamos lo que nos rodea y a nosotros mismos. O también a reconocer a quienes estamos siendo e instalar la disposición para mirarnos y descubrir desde qué seguridad, premisas, dolores y miedos está construida una sociedad polarizada y destructora de las confianzas.

“¿Y por qué ahora?”, podría preguntarme la política. Porque si escuchas, le diré, hay un cansancio que convive con las ganas de volver a empezar. Sí, de nacer de nuevo y darnos la oportunidad de  escribir una historia en la que la desigualdad de acceso a las oportunidades sea declarada injusta y la equidad de recompensas para quienes recorran el camino con desempeños diferentes también lo sea. Porque muchos, le compartiré, están dispuestos a articular conversaciones en las que cara a cara y al aceptar la vulnerabilidad de las dudas, sea posible hallar posibles líneas de salida. Y juntos intentar correr una carrera nueva.

Articular la política resulta casi un pleonasmo y, sin embargo, sentado ante ella pretenderé recordarle su misión necesaria. Y más vital hoy, en tiempos de malas prácticas políticas, cuando la escenificación y el desacuerdo se convierten en valores con glamour. Si recuerda y le vuelve a pasar por el corazón su propósito original habrá tenido sentido la lluvia inclemente, el temporal y la humedad fría de sus ropas.

 
 
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Juan VeraComentario