La riqueza de la incomodidad
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Termino de escribir un artículo en el que he incluido la pregunta: ¿Cuántas diferencias debemos aceptar para poder vivir juntos? Y después de cerrarlo y enviarlo a la revista en la que se publicará, la pregunta no se ha ido y me sigue rondando. ¿Cuántas diferencias debemos aceptar?
Aceptar requiere respetar. Por eso, ahora escribiría: ¿Cuántas diferencias debemos respetar para poder vivir en una sociedad en paz? Es decir, reconocer su legítima existencia y acogerlas en ese espacio en el que habitaremos y seremos vecinos, ciudadanos o participantes de una existencia común. Ese respeto implica, como lo hemos dicho en otras ocasiones, considerar lo diverso como una riqueza. Si no es así, será una rémora que las circunstancias nos hacen tolerar.
Y tolerar no es suficiente. Nos deja al borde de quedar exhaustos. Nos enerva. Supone tener que ceder y soportar lo que no nos gusta. Mi pregunta, sin embargo, está hecha desde ese lugar que reconoce que lo diferente enriquece las posibilidades de la convivencia, que no es lo mismo que decir que la haga más cómoda. Significa aceptar la incomodidad como parte de un proceso que nos lleve a lo que elegimos, sabiendo que toda elección conlleva renuncia. Elegir es un acto de nuestra libertad y sé también que podríamos elegir no vivir en sociedad.
Muchas de las cosas que más placer logran darnos son la consecuencia de incomodidades momentáneas a las que damos valor por lo que logran. Eso va desde el tiempo de estudio durante largas jornadas sin apenas dormir, hasta la subida escarpada a la cumbre que añoramos. Desde el dolor de espalda en un viaje al continente que queremos conocer, hasta las conversaciones difíciles que debemos afrontar para superar los miedos que, a veces, nos embargan. Lo hacemos porque consideramos que el resultado es valioso y elegimos tener ese resultado.
Desafíos de la diversidad como derecho humano
Es verdad que lo diverso multiplica los requerimientos de atención y de empatía y es por eso por lo que sólo le otorgaríamos ese esfuerzo si lo vemos como una riqueza, como un signo de abundancia.
Es verdad, también, que lo diverso aumenta la complejidad y eso nos conduce a otros estratos de conciencia, porque implica un nivel de dificultad superior a lo simplemente complicado.
En lo complejo no existe una manera probada de hacer las cosas y requiere, entonces, de una disposición a la apertura y a apostar por caminos en los que podemos encontrarnos y también desencontrarnos.
Vivir juntos es complejo, pero algunas personas consideramos que, aun respetando la inherente libertad existencial del ser humano, vivir en sociedad responde a un concepto más elevado de humanidad. Dicho de otra forma, significa que elegir la hegemonía de unos sobre otros responde a un nivel de conciencia más primario. Y que hacer que nuestra opinión prevalezca sin atender otras razones es una conducta que nos acerca a los primates, donde el más fuerte domina a los demás y establece lo que es posible en sus vidas.
Hoy consideramos que la diversidad es un derecho y eso nos genera la complejidad de respetarnos y de encontrar fórmulas de entendimiento que no siempre son las más cómodas, ni las que suelen estar más disponibles en nuestra forma de mirar el mundo.
Esas fórmulas requieren acercarnos, conocer nuestras vulnerabilidades y escuchar. Eso tan difícil que es escuchar sin escucharnos a nosotros mismos. Solo tras ello es posible responder conscientemente a la gran pregunta que nos sugirió el profesor Humberto Maturana: ¿Y queremos vivir juntos? Es también una interrogante incómoda y profundamente valiosa.