La irrelevante capacidad de futuro del grito

El grito es un cuadro del pintor noruego Edvard Munch. Munch, en realidad, pintó cuatro cuadros similares con ese título, cuatro intentos, todos ellos de un gran dramatismo. El pintor expresionista quiso mostrar la angustia, el profundo desamparo que los seres humanos pueden sentir cuando son rechazados, cuando no son vistos, cuando se quedan sin expectativas y se quiebra la ansiada historia de amor que todos quisiéramos tener con la vida.

El que grita quiere expresar su dolor, o puede ser que el dolor se exprese por encima de la voluntad de quien lo tiene. No es evidente que con ello pretenda algo más, al menos hasta que llega a darse cuenta de que puede con ello llamar la atención y tal vez que otros griten también y que se convierta en una petición de muchos.

Hay un dicho o refrán o proverbio en la lengua castellana que dice: “El que no llora, no mama”. Prefiero usar en este artículo la palabra “proverbio”, que viene del latín proverbium y significa “vaticinio”, algo que va a ocurrir. 

Si lloras, mamarás. El recién nacido se da cuenta de que es la forma de llamar la atención de la madre. Ella llega y lo alimenta. El bebé sabe que eso funciona. Llorar alto vaticina alimento.

Un desahogo sin narrativa

El llanto convertido en grito revela que algo no está ocurriendo como debería, al menos en el sentimiento y opinión de quien lo emite, pero en sí mismo no plantea un camino de solución al problema de fondo. Tiene que llegar la madre. Y en muchos casos la madre-Estado o la madre-sociedad de los poderosos, no reconoce al hijo.

El grito, entonces, es un desahogo que carece de narrativa y que puede ser instrumentado desde distintos intereses si sale de la habitación para ir a la plaza pública, de la intimidad del jardín interior a la ventana por la que pasa la vida, la política y la sociedad de cada día, con sus ausencias y sus cegueras. 

¿Significa entonces que el proverbio no funciona?, ¿qué el vaticinio no se cumple? Significa que el cumplimiento se relaciona con la existencia de un vínculo amoroso: el de la madre con el hijo. Significa que en nuestras sociedades se ha ido produciendo un proceso de desvinculación progresiva entre gobernantes y gobernados con independencia de las ideologías.

 
 

El movimiento 15 de mayo de la Puerta del Sol de Madrid puso en marcha un mensaje mediante torrentes de pacíficos murmullos en  2011: “El poder establecido no nos representa”. El estallido social de Chile y todos los que le han sucedido subieron el tono y el volumen, evidenciando que existe un profundo malestar no valorado en el mundo. Evidenciando que la política se ha alejado de los sentimientos de los ciudadanos, pero a la vez generando interpretaciones diferentes por parte de los distintos grupos de poder económico, ideológico, mediático o social, que no siempre recogen la profundidad del llanto convertido en grito.

El dolor sin narrativa deja demasiados espacios de interpretación y con ello producen nuevas grietas para el entendimiento. Gritando no se escuchan las palabras clave. Se escuchan eslogan y coros que repiten mantras. Los gritos nos traen el clamor de un sonido tumultuoso, pero sin la concreción que permitiría sentarse a conversar y a construir.

Y como todos los desahogos, tras el llanto y el grito puede venir un Estado de regreso a lo mismo, donde quienes saquen partido sean las plataformas organizadas y quienes pueden superar cualquier crisis atrincherados en sus cuarteles de invierno.

 
 

Gritos de ayer, hoy y mañana

Los gritos en el mundo digital traen otra amenaza: la de que vuelvan los populismos después de polarizar aún más a las sociedades tras revelar que somos Estados fallidos, sociedades fallidas, y permitir que iluminados salvadores tomen el dolor y lo conviertan en su lema, dejando escondida en un cajón la palabra “convivencia”.

Los gritos muestran la gravedad de la exclusión, pero impiden escuchar. Por eso, después de dejar la huella en las murallas y en las calles destrozadas, su capacidad de crear un futuro diferente puede ser irrelevante si no volvemos a darle poder a la palabra, al diálogo y la voluntad del encuentro.

Edvard Munch pintó El grito en 1893 y 13 años después pintó Baile en la playa (1906). Ambos cuadros se encontraron en un granero al terminar la Segunda Guerra Mundial, donde el propietario los escondió para protegerlos de los nazis. Tal vez esa historia sea una invitación a sentarse en un granero, alejados del oro y los tumultos, para convertir el angustioso grito real en un baile amoroso frente al mar que tantas veces ha servido para juntar mundos.

 
 

Sensibilidad y pensamiento al servicio del encuentro

 
Juan VeraComentario