La autoridad desautorizada

Las búsquedas de inclusión, diversidad y dignidad brotan día a día en distintos puntos del planeta. Sin embargo, la sensación es que una vez más la democracia está en crisis en manos de autoridades desautorizadas. ¿Qué rol le cabe a la representatividad en tiempos de cambios acelerados? ¿Cómo dialogar con quienes no pueden proyectar un futuro mejor?

Vuelos y vueltas de la democracia

Vuelvo de México y escribo desde el avión repasando los recuerdos de un bello encuentro entre actores de posiciones diversas para dialogar y las notas de mi cuaderno negro en el que bolígrafos y lápices anticiparon las primeras ideas con la caligrafía del idioma que me hizo social. Vuelvo con motivos para la esperanza y para la desesperanza.

Entre las conversaciones tenidas estuvo la de considerar la democracia en peligro. ¿Alguna vez no lo estuvo?, me pregunta una voz interior. ¿Por qué considerar con tanta pasión como lo hago que será la forma de gobernar el mundo más incierto?

Defiendo lo distinto y defiendo el encuentro. Miro el atardecer y soy también amigo de la luz en el centro del día. Allí conviven siempre opciones legítimas en esto que llamamos vivir. Tal vez por ello la autoridad sin autoridad es una evidencia contradictoria de este presente en el que los pájaros surcan de altos trinos y bajos vuelos.

En algún momento me decanté por el derecho de las minorías. No creo que la democracia pueda ser la dictadura de los que ganan porque ganar es siempre efímero, apenas un momento, y porque no creo en la violencia. Y toda forma de imposición tiene en su naturaleza la violencia.

Tampoco creo en el irrespeto a la mayoría elegida si su elección fue el resultado de un juego limpio, porque ello vulnera el eje central del proceso democrático que es la representación. La base de vivir juntos es el compromiso de aceptar el criterio expresado sin convertirlo en una verdad o en una forma de dominación.

Todos los juegos tienen reglas y jugarlos sin la voluntad de respetarlas es una trampa anticipada. Tal vez por eso las nuevas generaciones no quieren jugar a lo que algunos seguimos considerando que puede ser el noble juego democrático porque se han educado en una política de tramposos y porque para jugar hay que creer que todas las posibilidades están abiertas y que existe un futuro en el que podrían concretarse. Aunque nos pese, muchos jóvenes no creen que haya un futuro mejor.

¿Cómo volver a pensar en el futuro y no dejar que la fragmentación, la ruptura, la grieta y el desencuentro ocupen los titulares de una narrativa oscura y vigilada? ¿Cómo volver a apostar por caminos que no sean los de la violencia en sus múltiples formas?

 
 

¿Está en riesgo la democracia? 

Es verdad que gobernar parece ser más difícil que nunca. No solo por la desconfianza que se ha ido apoderando del juicio general respecto a las instituciones, las élites y el actuar de los políticos o por la ausencia de una ciudadanía responsable con sentido de sus obligaciones y no únicamente de sus derechos. También por la dinámica de los escenarios cambiantes donde aquello por lo que elegimos a nuestros representantes se ve superado por las nuevas situaciones que no estaban en el radar colectivo y con respecto a las que aquellos a quienes elegimos pueden tener una visión distinta a la nuestra.

¿Para qué elegir si las situaciones cambian?, ¿por qué elegimos si no leemos los programas ni escuchamos las promesas?, ¿qué queremos que representen?, ¿a nuestras emociones, a nuestro odio, a nuestro dolor, a nuestro miedo o a nuestra esperanza?

A las ciudades no las constituyen sus calles, sus edificios, sus plazas o sus transportes. A los países no los conforman solamente sus montañas, sus ríos, los bosques olorosos, la fauna única o la historia de los pueblos que le dieron origen. Además, y sobre todo, a las ciudades y las naciones las constituyen los ciudadanos de hoy, aquellos que las habitan, las construyen y las usan. Son los espacios donde discurren sus vidas y toman forma sus sueños. Y es la ciudadanía quien puede movilizar un cambio.

Damos el voto para un conjunto de cosas y no para otras. Damos el voto para proyectos y derechos, para superar condiciones, para representar emociones. ¿Queremos ciudades y territorios que tengan servicios, condiciones de vida dignas, respeto y oportunidades? ¿Podemos tenerlas sin ciudadanos en acción?

Por una cercanía no alienante

Es hermoso el lema del ciudadano al centro, pero ¿dónde están esos ciudadanos? A través de su pasividad han contribuido a la lejanía de quienes al llegar al poder se quedan con la imagen de unos votantes que les dijeron que si a una propuesta que tal vez no leyeron, ni siquiera escucharon. 

¿Cuál es el vínculo entonces? Es fácil entonces cambiar el juego y optar por la interpretación propia, aquella que se ajuste mejor a los intereses o el ideario de quienes gobiernen, o simplemente ignorarlos y denostar que se hayan convertido en clientes difíciles o equivocados. Ya ni siquiera son ciudadanos. Y, aún más, si piensan distinto, considerarlos traidores o indeseables. El ciudadano al centro, finalmente, se convierte en una frase vacía, en un espacio árido cubierto de maleza. 

Ya se oculta el sol por la ventana derecha de mi asiento. Nubes como algodoneras me impiden ver la tierra. Vuelvo de un país en el que también la polarización preside sus conversaciones. No puedo decir sus diálogos porque los diálogos nunca lo son. 

Siento que la democracia está en peligro y me resisto a no gritar, a seguir viendo como autoridades sin autoridad siguen gobernando sin gobernar un mundo que necesita resurgir de esta somnolencia que oculta los principales problemas que el planeta y las próximas generaciones tendrán que afrontar.

Hemos logrado que la diversidad aparezca en las calles, que se escuchen los clamores de la dignidad, que las élites pongan atención a los mundos que no viven en su abundancia, pero a la expresión legítima de la lejanía y su fuerza centrífuga debiera suceder el movimiento centrípeto de la búsqueda de una cercanía no alienante. Porque como dijo Rolando Toro: “El mayor acto político es el abrazo”.

El abrazo como el centro de la danza de la vida.

 

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Juan VeraComentario