En defensa de la autenticidad
¿Qué es la autenticidad? ¿Se relaciona con la bondad? ¿Con la espontaneidad? Esta manifestación de lo que somos es un proceso que dura toda la vida y nos enfrenta a difíciles elecciones. Por eso es clave madurar una consciencia plena sobre los valores y cuidados a cultivar y sostener mientras vivimos en una sociedad de consumo que solo promete no olvidarnos si participamos del intercambio transaccional.
Entre lo espontáneo y el otro
Las primeras ideas que nos surgen al hablar de autenticidad y de ser auténticos tienen que ver con decir lo que pensamos, con manifestar lo que somos y sentimos. En realidad, nos conducen a escenarios nada fáciles. En ocasiones, ser auténticos constituye un proceso de encontrarnos a nosotros mismos durante toda la vida.
Ser auténticos puede estar ligado con la espontaneidad, es decir, aquello que no surge de una racionalización sobre lo que se espera de nosotros o es culturalmente definido como “correcto”. Sin embargo, este llamado a la espontaneidad puede a veces justificar un comportamiento que no tiene en cuenta el cuidado de los otros.
Ya solo con estas dos pinceladas podemos darnos cuenta de que ser auténticos implica una plena consciencia de quiénes somos, quiénes queremos ser, qué valores nos mueven y qué cuidados constituyen para nosotros una forma de estar en el mundo que da respuesta a lo que nuestro yo completo requiere.
Sintonía fina
Si ser auténticos implica ser fieles a nuestras ideas y sentires, necesitamos saber quiénes somos y qué sentimos realmente en cada momento. No es nada fácil, por eso es frecuente que ante la pregunta de qué estamos sintiendo o qué pensamos sobre algo no tengamos una clara respuesta:
¿Quién soy?
¿Cuánto sé de mí?
¿Cuántas veces me contradigo?
¿No soy auténtico, acaso, cuando me contradigo?
¿No forma parte de mi autenticidad esa contradicción?
¿Es suficiente con ser auténticos ante nosotros mismos o somos auténticos en nuestra relación con el mundo?
La respuesta nos lleva a revisar la importancia de nuestra relación social en la que finalmente nos constituimos. No basta con el encuentro de una coherencia interior si no la manifestamos en nuestras conductas sociales.
Apertura a nuevas conversaciones
Y aparecen más cuestionamientos: ¿puede ser alguien auténticamente perverso? Abro con esta pregunta la distinción entre lo auténtico y lo bueno para centrarme en la caracterización de autenticidad que quiero dejar en estas líneas. La entiendo como una coherencia integral o como “ser el dueño de mi destino, el capitán de mi alma” en palabras del poeta inglés que inspiró a Nelson Mandela, William Ernest Hemley.
Si es así, un primer requerimiento es aceptarnos a nosotros, aceptar nuestra sombra, nuestra vulnerabilidad, nuestro silencio y no dejarnos llevar por los vientos que soplan por el mero hecho de que sea viento y que a todos nos sople. Esa aceptación supone un gesto de gran honestidad. Y no sólo la sombra sino también la capacidad de aceptar nuestra grandeza, nuestro talento, nuestras capacidades porque esa será la condición para ponerlas de una forma más abierta al servicio de los otros.
Mírate –me digo– y observa lo lejos que estás de tus propias ideas sobre ti. Deja a un lado esa camisa de fortaleza que te cosieron en la infancia y cuestiona las explicaciones que dejaron de ser indiscutidas en la cultura a la que perteneces. Admite tus errores y discúlpate. Admite los dones que te entregaron y cultivaste, y agradécete por ello.
Excluidos o integrados
“El consumismo y la autenticidad se excluyen”, puede parecer una frase fuera de lugar en la secuencia narrativa de mi relato. Anoche la pronuncié en una grabación después de leer «La sociedad paliativa», uno de los últimos títulos del prolífico filósofo Byung Chul Han. Allí explica que “el dolor y el comercio se excluyen”.
Byung Chul Han se está refiriendo al acercamiento creciente al consumo cultural, al arte que empieza a dejar de lado su expresión más independiente, aunque sea incomprendido, para convertirse en un producto cultural comprable.
El autor enfrenta el arte y el comercio de la misma forma en la que quiero contraponer la autenticidad con ese rol de consumidores que llega a todas las esferas, incluyendo a la política, incluyendo a la masa que pasó a ser pueblo para ser luego consumidores de escaso poder adquisitivo, de cuarta división, pero consumidores, al fin y al cabo. El pasaje se debió a la creencia de que desde el consumo no serán olvidados y no formarán parte de lo que delineara Oscar Lewis en los años cincuenta en su «Antropología de la Pobreza» describiendo a cinco familias de un pueblo desplazadas a la ciudad de México. O como lo graficado más tarde el film «Los hijos de Sánchez» en la que se inspiró Luis Buñuel para su magnífica y dolorosa película «Los olvidados».
Hablo de un consumismo que no se refiere sólo a productos materiales, de un consumismo que incluye ideas de fácil digestión y noticias sin respaldo, dos prácticas que nos inducen al ensimismamiento, la violencia y la dispersión.
El consumismo está dirigido desde afuera. Se nos induce a formar parte de una rueda cuya dirección no controlamos y la mueve el placer inmediato o bien el impulso a ser parte de una categoría o de un grupo social que consideramos referencial. La autenticidad emana del contacto con lo más profundo de nuestro interior. Ser auténtico no significa repetición. Somos auténticos en un tiempo que se desplaza, que se mueve y que requiere de respuestas conectadas con su movimiento.
Ser auténtico nos lleva a innovar en la búsqueda de aquello, aún desconocido, que será parte de nosotros. Nos lleva a mantener la aspiración del encuentro con un yo individual y un yo colectivo que dé cuenta de quienes queremos ser como individuos y como comunidad.