El poder de las historias
Your browser doesn't support HTML5 audio
Tendría 14 años, era verano en España. ¿Junio?, ¿julio? Yo seguía fascinado con las palabras, con su sonido y su caligrafía, con lo que una buena conversación podía lograr. Empezaba a descubrir el erotismo del buen hablar. Transcurría una de esas maravillosas vacaciones que mi hermana y yo pasábamos en la finca de mi tío Martín, en El Prado, Jumilla (Murcia), con la presencia de mi queridísima tía Antonia, esa mujer excepcionalmente generosa y cuidadora. También estaban mi primo Martinico y mis cinco primas. Se palpaba el cariño y la sencillez de la naturaleza. Algunos días en la hora de la siesta me sentaba a la sombra del olmo que había frente a la casa a escribir mi diario.
El recuerdo me lleva a una de esas tardes de calor abrumador. El bolígrafo dispuesto, el cuaderno abierto y un escarabajo acercándose a un recorte de papel escrito con alguna de mis notas, que un golpe de brisa había hecho caer al suelo. Era un breve apunte que ya había pasado a limpio y que fue desapareciendo en la boca del insecto. Pensé en las letras que iban siendo engullidas, en las palabras que quedaban incompletas, en las frases que cambiaban su sentido. Me invadió una agitación interior, como quien se encuentra frente al deliberado intento de alguien que quiere alterar la realidad.
Lo miré durante un rato sin mover un músculo. Desde la infancia había tenido esa virtud de la quietud. Los animales no se alejaban de mí. Cazaba moscas posadas sobre los cristales, moviendo tan despacio mis dedos que las apresaba por las alas, sin que percibieran mi movimiento.
El centro del recuerdo es el coleóptero que se iba comiendo mi escritura y el pensamiento en el que me quedé detenido. ¿Cuántas cosas se iban borrando de la historia?, ¿cuánta vida desaparecía en ese cuerpo negro de alas pegadas? Fue una mezcla de asombro, curiosidad y angustia. ¿Se perdería esa noticia, esa vida o esa carta de amor?, ¿qué impacto tendría en el mundo esa pérdida?
Me quedé con una sensación híbrida: decepción, ira y encanto a la vez. ¿Cómo reponer lo que el tiempo y los malditos escarabajos se comían?, ¿qué se quedaba en el olvido?, ¿qué es el mundo sin historia?, ¿qué somos nosotros dentro del olvido?
El origen de las historias que nos constituyen
Pocas veces he sabido cuál es el segundo en el que se desencadena una historia. ¿Es una mirada?, ¿la ventanilla de un tren?, ¿un semáforo en rojo?, ¿esa mujer que alguien te presenta dando una vuelta en el jardín del Rey Don Pedro? ¿En qué momento surge la rama del tronco que configura un árbol distinto?, ¿quién lo dirige?, ¿qué lo marca?
Hoy, muchos años después, aunque no tenga respuestas. Sé que son nuestras historias las que nos permiten mostrar quienes somos, las que logran que nos reconozcamos en los otros, las que pueden producir la aceptación de un recorrido diferente al que nosotros hemos tenido. Esa claridad surge mientras preparo el encuentro con personas que pasaron por mis Círculos de Lectura y Pensamiento, por el Programa Articular o por la experiencia profunda de Biolibros de Humanidad.
Sé que todo ello no es el resultado de un diseño teórico de alguien que ha estudiado el comportamiento humano, sino la consecuencia de la coherencia creativa con los momentos singulares en que empezaron a nacer las ramas del árbol de mi propia vida por motivos que pocas veces fueron consecuencia de esa racionalidad de la que siempre me he sentido orgulloso.
Los trazos de este diseño coinciden, a su vez, con la lectura de Maniac (2023) el libro recién publicado por el escritor chileno Benjamín Labatut donde, siguiendo la historia de los grandes matemáticos y físicos que dieron la vuelta a la ciencia y la tecnología del siglo XX, plantea que la profunda comprensión del universo excede al pensamiento lógico. Es más, esa lógica, como todo análisis, tiende a empequeñecer y simplificar una realidad que sólo se expresa en la interacción de infinitos hilos dorados. Por eso, la sabiduría real es una experiencia de cuerpo completo. Algo que involucra a todo el ser, incluyendo a las emociones y la espiritualidad y no sólo la razón de la mente.
La sabiduría no fragmenta ni excluye.
La contribución que quiero llevar a este encuentro es que quienes asistan se permitan el asombro de considerar el caos que habita en las vidas más normales; que consideren la importancia de abandonar el relato que más nos acomoda para que nuestra vida se parezca al ideal que nuestra mente ha diseñado, permitiéndonos aceptar que sobre lo explicativo tenemos también sentimientos que no siempre tienen que ver con la razón.
Esos sentimientos hablan de humanidad, aunque no sean racionales. Dar cabida a lo irracional significa dar cabida a lo humano. Es decir, la igualdad humanidad - racionalidad no se sostiene. Ese es el poder de las historias cuando aparecen sin ser enmarcadas en un discurso de lo que consideramos correcto, que muestran nuestra humanidad y llaman a la misericordia y la compasión, que tocan la parte en sombra de nuestra alma.
Por ello, si fuéramos capaces de diseñar esos momentos, la solidaridad y la colaboración crecerían en los jardines de esos lugares que requerimos para producir cambios en el mundo y construir la historia del futuro que queremos.
Vuelvo al olmo de mi infancia y a los ojos dulces de la tía Antonia para quitarme el miedo de que los escarabajos borren las palabras y con ellas las huellas de la vida y su relato. Para decirme que más bien nos ayudan a no seguir un guion interpretado y para encontrar la libertad interior de tejer de formas distintas esos infinitos hilos dorados, sin que ello suponga lejanía con independencia de la distancia.