Juan Vera

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El diálogo como quinta fuente de poder

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Escucha - El diálogo como quinta fuente de poder.

En la primera escena de una película imaginada, el personaje mira fijamente a la mujer que tiene enfrente y le dice, “Si no lo haces, atente a las consecuencias”, y mira hacia la puerta que señala la salida. En la siguiente escena dicho personaje está al frente de un grupo de jóvenes diciéndoles que solo alcanzarán la vida eterna si cumplen los preceptos que su religión establece, “Nuestra religión es vuestra guía”. En la tercera escena, el personaje está subido a un escenario, relatando los sueños que le mueven, sus esperanzas, las posibilidades que ve para el futuro, y la gente se pone en pie para aplaudirle. En la última, se acerca a tres mujeres jóvenes que miran hacia la cumbre de un cerro y les dice, “Si lo escaláis y claváis en la cúspide esta bandera, me encargaré de pagar vuestros estudios”.

Cuatro fuentes de poder

En todas estas escenas el personaje está ejerciendo su poder a través de distintos medios. En la primera escena utiliza la fuerza, porque en el subtexto le está sugiriendo a la mujer que tiene vías para obligarla. En la segunda escena ejerce el poder del código, pues hace notar que existen unas reglas acordadas por la sociedad o por los intérpretes de los dioses y, si no las cumplen, en algún momento algún peso recaerá sobre ellos, aunque sea el de la conciencia. En la tercera está usando el poder del mensaje, ya que a través de su discurso le ofrece a la gente la posibilidad de no perderse un presente o un futuro mejor. En la última usa el poder de la recompensa, dado que las tres mujeres se perderán algo valioso, un valor tangible que no van a obtener si no siguen sus instrucciones.

Estos cuatro escenarios configuran situaciones en las que ese otro puede ejercer su poder sobre nosotros para que hagamos algo que no teníamos pensado, que no querríamos, que si lo veíamos, no lo creíamos posible o simplemente no lo veíamos en absoluto. Nos presenta el dilema de que la desobediencia tenga un costo presente o futuro, o bien que no obtengamos algo que sí podríamos lograr. Plantea algo así como un “lucro cesante”, para expresarlo en el lenguaje de los abogados.

En mi libro, Articuladores de lo posible, el segundo capítulo está dedicado al poder y, aunque la recomendación venga de una voz tan cercana como es la del propio autor, recomiendo su lectura a los interesados en el tema. Recojo aquí dos párrafos con los que comienzo el subtítulo “Sobre las fuentes del poder”:

 «Quisiéramos que la fuente del poder fuese un fin noble, pero sabemos que en la historia de la humanidad el poder se ha ejercido con fines muy diversos, ya los griegos nos mostraron cómo los gobernantes podían buscar el bien de sí mismos, el bien de los grupos a los que representaban o el bien para todos. Cada uno de estos fines pueden alcanzarse a través de distintos canales. El canal termina siendo, al ejercitarse, la fuente del poder. Académicamente podríamos hacer disquisiciones al respecto, no busco el purismo en este caso, sino más bien mostrar esa realidad entrelazada que hace llamar a los objetos por su sombra.

Cuando el medio es el mensaje y los fines justifican los medios, canales y fuentes se mezclan en un ejercicio de confusión»

 Y me refiero a cada una de las cuatro fuentes de poder planteadas por Ian MacMillan:

  • La fuerza

  • El código

  • El mensaje 

  • La recompensa

Estas fuentes apelan a emociones y creencias que nos constituyen. Somos seres relacionales, por lo tanto seres emocionales, que además necesitamos sentido para movilizarnos. Quiero relativizar en este caso el significado de ‘sentido’, porque no siempre es una gran causa. Puede bastar el aguijón del primer peldaño de nuestras necesidades más básicas para que encontremos una razón para actuar.

Si hacemos un rápido y no exhaustivo repaso, la fuerza apela al miedo, porque por temor hacemos muchas cosas que no haríamos sin tenerlo. Por eso, con frecuencia, quienes quieren tener poder lo usan, aunque podemos convenir en que se trata de una forma primitiva.

El código instala en nosotros la creencia de lo correcto, aquello que deberíamos hacer para ser merecedores de nuestra propia autoestima, de la estima social o incluso, en el caso de los creyentes, de una elevada eternidad.

El mensaje, por su parte, nos provee de motivación para lograr las cosas que queremos o constituye, ante nuestros ojos interiores, destinos, metas u objetos deseables.

La recompensa se conecta con nuestra necesidad de reconocimiento, fundamentalmente, pero también con la correspondencia justa a nuestro esfuerzo, con la percepción de valor y de precio.

Ese personaje con el que empiezo este artículo está situado fuera de nosotros. Es un otro que ejerce su poder y nos mueve a hacer algo que de otra forma no haríamos o bien nos impide lo que sí haríamos. 

Sin embargo, no sería justo ocultar que, a veces, ese personaje está dentro de nosotros y nos impone su dominación, nos deja dentro del enrejado de su creencia, nos seduce con anhelos y visiones de su ego o nos trata de conducir desde una ambición, a veces desmedida.

El poder siempre tiene lugar en una relación y, por lo tanto, no es independiente de aquello a lo que nosotros se lo concedemos. ¿Cómo hacemos esto? Damos poder desde nuestra manera de observar, de priorizar, de dar valor a las cosas. Damos poder desde nuestra interpretación del mundo que observamos, desde el nivel de nuestra conciencia, desde la vereda en la que habitamos.

El derecho a diferir

Insisto en estos conceptos para conectarlos ahora con las características del contexto de este siglo XXI. No podemos desconocer que nuestra realidad está llena de incertezas, que vivimos en un mundo cada vez más complejo, en el que las respuestas individuales son cada vez menos efectivas. No alcanzan ante la magnitud e interconexión de los problemas y esta evidencia nos demanda articulación, colaboración y acciones colectivas.

Estamos obligados a encontrar soluciones para problemas globales y los grandes obstáculos para encontrarlas son:

  • La desvalorización de los acuerdos

  • La necesidad de consensos mínimos que no sean percibidos como cesiones

  • La deslegitimación de las diferencias que nos identifican cuando son miradas desde posiciones radicales.

En mi último artículo sobre la conversación con Daniel Innerarity, me referí a su declaración sobre la incompletitud de cualquiera de las ideologías que interpretan el mundo. Una incompletitud que, en sus palabras, siempre produce desgarros a una parte de la sociedad. Ese desgarro tiene que ver con la exclusión explícita o con la autoexclusión. Ambas modalidades revelan la incapacidad de entendernos o de aceptar lo que no compartimos, llevándolo a la ruptura, a la brecha, a la grieta y al enfrentamiento. Pero, somos muchos los que creemos que el derecho a diferir no tiene por qué traducirse en derecho a discriminar.

La polarización que observamos en este momento social solo puede llevarnos al desencuentro y a un escenario de posiciones irreconciliables. Surge entonces una serie de preguntas necesarias: ¿Cuál es la ausencia que permite este escenario y lo mantiene? ¿Qué falta? ¿Qué desapareció o nunca estuvo? 

Hace años, escribí una columna en la que me refería a nuestra responsabilidad más allá de nuestras acciones, pues considero que somos también responsables de nuestras omisiones, de lo que no hacemos, de lo que no está. El artículo “Visibilidad de lo invisible” publicado recientemente por Antonio Muñoz Molina y dedicado a Tomoko Yoneda, la fotógrafa de lo que estuvo durante mucho tiempo y ya no está, me lo recordó. ¿Cómo fotografiar lo ausente para mostrar el vacío que produce?

Lo que omitimos contribuye a esa ausencia. Ahora bien, ese espacio sin contenido puede verse como una deficiencia insalvable, como una carencia estructural que determina lo imposible, o podemos verlo como un espacio vacío que, por ello, podemos llenar.

Articular el diálogo sin sacar conclusiones

Hoy volvemos a fijarnos en el diálogo, en esa posibilidad de llegar a comprender a los otros, sin que ello suponga estar de acuerdo con lo que plantean, porque esa comprensión nos permite aventurarnos a aceptar preguntas que desde las certezas anteriores no aceptamos. Tenemos la tendencia a sacar conclusiones y concluir significa desestimar el posible paso siguiente. Fernando Pessoa, el escritor portugués de los heterónimos decía «No me vengan con conclusiones. La única conclusión es morir».

El pesimismo es una antesala de la muerte, la aceptación de que algo es imposible. La inflexibilidad es la consecuencia de una muerte anticipada, un rigor mortis que nos lleva a la intolerancia y al desencuentro. Detrás del pesimista y del inflexible hay siempre un mundo de certezas que impiden abordar cualquier conversación que no se oriente a convencer al equivocado que tenemos enfrente.

Articular el diálogo nos acerca a quienes piensan diferente a nosotros como consecuencia de las legítimas interpretaciones extraídas de una historia que también es distinta a la nuestra y que probablemente no pudo ser elegida. Esa constatación permite que nos abramos al espacio vacío de lo no hablado, de lo no pensado. Nos permite acercarnos a los pares improbables y sentarnos en la misma mesa de quienes pueden estar siendo hoy nuestros oponentes.

Respuestas como “esto lo acepto y aquello no lo acepto” se refieren siempre a lo que está siendo en el presente, a lo percibido por ese observador que viene del pasado, lleno de creencias inamovibles y conclusiones definitivas, pero ¿Y si hablásemos de nuestros anhelos? 

Las personas solemos estar más de acuerdo en el futuro que soñamos que en el presente en el que ocupamos distintas posiciones. Más de acuerdo en el qué, que en el cómo.

Las cuatro clásicas fuentes del poder se basan en la dominación o en el convencimiento de los otros. El diálogo, en cambio, se centra en la creación de un espacio en el que nos transformamos al interactuar. 

Nadie convence a nadie, llenamos la ausencia de nuevos contenidos, desafiamos conclusiones para abrir posibilidades.

Desde el diálogo, nada concluye, la vida continúa su misterio y su posibilidad infinita. Desde el diálogo podemos aceptar como válido aquello en lo que seguiremos difiriendo, podemos acordar aquello que requerimos cuidar, aquello que viene a llenar una ausencia que nos impide cerrar la grieta, cicatrizar la herida y construir puentes para encontrarnos.

El diálogo como quinta fuente de poder constituye el cauce principal para una sociedad más humana y un tiempo de esperanza.